lunes, mayo 10, 2010

Masturbación

Es común ver en la prensa a celebridades expiando sus culpas adoptando niños de continentes o países en desgracia y a uno le queda claro que todo es una estrategia de relaciones públicas. Entre tanto circo mediático alrededor de ellas, la mejor manera de catapultar una carrera o diluir una reputación dudosa es adoptando un hijo o donando un cheque de muchos ceros (seguramente deducibles de impuestos) a una caridad elegida o -¿por qué no?- mandada hacer a medida como un chaleco a un sastre.
Para nadie es un secreto que el hecho de que esos personajes ganen exorbitantes sumas de dinero por un trabajo que no implica demasiado esfuerzo o riesgo real, significa que alguien más, en triste plural, está siendo subempleado -sino es que explotado en el mayor de los casos. Y uno no hace más que mover la cabeza o girar los ojos en señal de reproche, pero sobre todo, de conformidad o fatalismo. Y no, mi intención no es citar a Marx o Engels ni ponerme a cantar la internacional y huir a las montañas a tratar de cambiar el mundo entre un carrufo de marihuana y un trago de aguardiente.
Lo que me molesta mucho de esa ecuación es ese desliz tan recurrente de la gente pudiente por demostrar a quien se atraviese que ellos están comprometidos a ayudar a los menos privilegiados, que tienen vocación de servicio y que su corazón está lleno de amor por el resto de los mortales, sobre todo si esos mortales están a punto de dejar de serlo por el hambre, la enfermedad o la violencia. Y sabemos que generalmente se trata de promotores del complejo de culpa que seguramente se verán beneficiados de algún incauto que quiera sentirse bien consigo mismo por un momento aunque desfalque su bolsillo quincenal en favor de un pedazo de cielo o la sonrisa fotogénica de un niño lombriciento: la masturbación como equivalente del sexo/el arrebato sentimental como equivalente de la conciencia social. No hay cómo reprochar una buena acción cuando su primer nombre es ése, aunque asumo que no todos son tan ingenuos para pensar que están cambiándole la vida a alguien depositando unas monedas en su mano, como si la vocación de primera dama del país fuera endémica. Pero cuando se llenan planas y se gasta dinerales en eventos benéficos cuya mayor plusvalía es la autocomplacencia a mi lo que me da son ganas de vomitar.

domingo, mayo 02, 2010

Lontano/vicino

Ya lo he dicho: no soy de nostalgias. O al menos mis nostalgias las mantengo muy en el clóset. Pero caminar por el centro, que es hermoso cuando le toca ser peatonal, y encontrarte con un amigo con el que compartes orígenes en plena calle Madero, mientras intentas jugar al japonés con la fujifilm rosa que no te avergüenza como quisieras, suena bastante descabellado. Muchas veces insisto en toparme con mi propia sombra y ésta me elude, pero mi pasado siempre me persigue. El caso es que entre la bandera del Zócalo y el palacio de gobierno en mi lente, se me atraviesa una mano saludando, una sonrisa espontánea (hay de otras) y una historia sin contar. Caminamos juntos hacia Regina, intentamos sentarnos en un café árabe wannabe que sólo ofrece servicio para llevar a las 7 de la tarde y me pregunto si quiero vivir en un barrio donde todo cierra cuando yo apenas tengo posibilidad de explorar… terminamos en un bar con mucha historia y poco mantenimiento, con cerveza apenas fría pero con mis ganas de verbalizar a flor de piel. La venganza es dulce, sobre todo cuando no se planea, y yo desenvaino mi lengua como quien espera su turno en la green mile. Nunca había entendido el término hablar hasta por los codos hasta esta ocasión en que mis codos amanecieron resecos al siguiente día. No me había dado cuenta los pocos interlocutores que tengo en esta ciudad, así que no me sorprendería terminar con un costal lleno de zapatos en homenaje a Imelda Marcos, y un discurso interminable del cómo y porqué el mundo es una porquería tan interesante hasta que no lo es más, con las uñas crecidas y los talones curtidos de caminar y caminar, con una historia secreta oculta en la base de mis pies, hospedados en una esquina de la Alameda Central o afuera de alguna embajada de Polanco, esperando a quien reconozca mi lenguaje incomprensible para la fauna políglota e indiferente de una ciudad babélica que reniega de sus hijos adoptados… y del vástago que corresponde con el mismo desdén.