La noche del día en que enterramos a mi mi madre dormí en su cama. Justo en el lugar donde pasó sus últimos días y desde donde me había despedido unos días antes del cuerpo que aprisionaba al más joven de los espíritus.
Hubimos los con suerte de ver los tiempos en que cuerpo y espíritu vivían en sincronía.
No había nada capaz de interponerse entre ellos y su hambre de vida.
Me negué a asomarme al cristal y despedirme del cascarón dejado como señuelo.
Me prometí mantener en mi memoria el rompecabezas de un millón de piezas de su rostro, las historias ocultas entre los surcos de su cara y esa carcajada retumbando por las paredes de casa.
El dolor es una casa...
y existen dolores que hay que acariciar como a un dragón
y deslizarse por su lengua hasta el origen del fuego
para ser expulsado de nuevo al mundo
convertido en cenizas.