viernes, octubre 27, 2017

La mejor fotografía del alma humana

The human body is the best picture of the human soul. 
– Ludwig Wittgenstein


El mundo del mañana, el porvenir, lo que aún no llega, la promesa del tiempo ha sido una obsesión continua del ser humano. Buena parte de las teorías científicas que han querido desentrañar el origen del universo también lo hacen obcecados por predecir el rumbo que tomará. Para ellos el principio encierra la clave de un destino alejado del dogma creacionista pero enmarañado en una vorágine de posibilidades, muchas de ellas trágicas aunque barajadas con una frialdad matemática ajena al simple mortal, quien se niega a ser un terrón más en esa masiva posibilidad aleatoria destinada a la destrucción.

Por eso no es extraño que existan expresiones artísticas empeñadas en imaginar un mundo donde el orden contradiga toda posibilidad de extinción, donde la humanidad aspire a la trascendencia del espíritu a través de su obra. Como tampoco es gratuito que las corrientes artísticas futuristas europeas fueran luego retomadas por el fascismo, la más necia de las ideologías que pone por encima del valor ciudadano un orden y una pureza que se cree plausible por si misma, por su aspiración terriblemente romántica a una armonía y a una homogeneización en contradicción con la naturaleza.

Ese infantilismo fascista puede presumir de las mejores intenciones, pero alimentado de ignorancia y aires de grandeza (como lo fue la primera mitad del siglo pasado) puede resultar en un enorme reptil que terminará mordiéndose la cola cuando haya acabado con todo lo que le recuerde su propia imperfección y solo quede el apetito voraz.

Metropolis (Lang, 1927), película seminal de ciencia ficción, imaginaba un mundo dividido por castas y con un orden que en la superficie brillaba gracias al sacrificio de una horda subterránea que esperaba la llegada de un mesías que los liberara. Escrito por Thea von Harbou, esposa en ese entonces de Fritz Lang, el filme era uno de las favoritos de Adolf Hitler y su jefe de propaganda, Joseph Goebbels, se reunió con el director para ofrecerle el título de ario honorario junto con la dirección del Instituto de Cine Alemán (que quedaría después en manos de Leni Riefenstahl), sin importar su origen judío, diciéndole: “Mr. Lang, nosotros decidimos quién es judío y quién no”. El director austriaco se fue esa misma noche de Alemania hacia Francia y luego a Estados Unidos, dejando atrás a una Thea afiliada al Partido Nacional Socialista.

Otra de las películas que aún hoy es referente del cine de ciencia ficción es Blade Runner (Scott, 1982), una historia ubicada en la ciudad de Los Ángeles del 2019 -apenas a 4 años de nuestro presente- en un mundo pluricultural donde los animales están prácticamente extintos y la tecnología intenta lo suyo por mantener a los seres humanos con privilegios suficientes para habitar el degradado planeta y ha sido capaz de crear androides que son prácticamente réplicas humanas para usarlos como esclavos en su conquista de otros mundos.

El escritor estadounidense A. Van Riper escribe en Science in popular culture: a reference guide (2002): “La tensión entre la sustancia no-humana y su apariencia -incluso las ambiciones- de los androides es el ímpetu dramático detrás de todas sus descripciones en la ficción. Algunos androides buscan, como Pinocho, convertirse en humanos (…) Otros, como en el filme Westworld (Crichton, 1973), se rebelan contra el abuso de los humanos insensibles. Deckard, el cazador de androides de Do Androids Dream of Electric Sheep? y su adaptación fílmica Blade Runner, descubre que sus objetivos son de cierta forma más humanos que él. Las historias de androides, por tanto, no son esencialmente historias sobre androides; son relatos sobre la condición humana y lo que significa ser humano”.

Philip K. Dick (1928-1982), autor de la novela que adaptaron al cine Hampton Fancher y David Webb Peoples, dio con ese argumento hurgando en archivos de la Gestapo en una universidad californiana con reportes de oficiales nazis en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial para su libro The Man in the High Castle. Dick encontró casi insoportable leer esos documentos por su crueldad y falta de empatía. Sobre todo una frase referente a que los soldados no podían dormir debido al llanto de los niños hambrientos. Para el autor, los nazis eran un grupo con deficiencias mentales, con una psique tan dañada que la palabra humano no podía aplicarse, aunque su apariencia externa indicara que lo fueran.

En Blade Runner, las réplicas humanas resultan tan sofisticadas que se vuelven amenazas para sus creadores. Un grupo de ellos, los más fuertes y hermosos, escapan de su misión original y regresan a la tierra, mezclándose entre los humanos y urdiendo un plan para exigir a su creador -Eldon Tyrell- una moratoria a su sistema con fecha de extinción. La caza de los replicantes y los métodos de identificación para su exterminio, ubican a las criaturas sintéticas como el reflejo nada halagador de la condición a la que aspiran, convirtiéndose en un juego de espejos que le dan al filme una resonancia filosófica que no caduca a pesar de que han pasado más de 30 años de haber sido estrenada.

A diferencia de I, Robot (Proyas, 2004), basada en la novela de Isaac Asimov, o Autómata (Ibáñez, 2014), donde la premisa es parecida y los androides buscan una independencia que les es negada por su condición impuesta de esclavos, en Blade Runner la idea “pigmalionesca” es llevada al extremo más inquietante por la perfección de una obra que, al cuestionar su propia existencia, pone en tela de juicio las bases éticas con las que la ciencia sigue lidiando hasta nuestros días y también cuestiona el alcance al que la tecnología puede aspirar.

La inteligencia artificial, tema que se podría decir nació con la ciencia ficción, ha sido abordada por varios autores y sus bases han sido ricas en tratamientos tanto éticos como estéticos en películas como Artificial Intelligence: AI (Spielberg, 2001), Terminator (Cameron, 1984), Transcendence (Pfister, 2014), Star Wars (Lucas, 1977), The Matrix (Wachowskis, 1999), Mandragore (Rabenalt, 1952) y Alien (Scott, 1979), fue curiosamente la base para acabar con la tiranía y la expansión nazi en el continente europeo, gracias al trabajo del matemático británico Alan Turing (1912-1954), quien con un equipo de científicos a su cargo fue capaz de descifrar los códigos que utilizaba el ejército invasor para comunicar sus estrategias de guerra y dar oportunidad a los aliados de derrotarlos.

Turing, pionero en el estudio de las matemáticas aplicadas a esas teorías que dieron paso a lo que conocemos hoy como inteligencia artificial, creó un cuestionario en el que basaron el examen que utiliza Rick Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner para detectar replicantes y recientemente es referenciado también en Ex Machina (Garland, 2015), donde un excéntrico científico utiliza a uno de sus empleados para confirmar el grado de sofisticación de una de sus más recientes criaturas: Ava (Alicia Vikander), una androide con más recursos que los que su propio creador es capaz de imaginar y una agenda propia.

Aunque el test de Turing no fue realmente creado para determinar si un robot podía pasar por humano sino para decidir si una máquina puede llegar a pensar de manera indistinta a la de uno, la ficción sigue fascinada con la idea de esa posibilidad y sus consecuencias. Un poco el juego de “me asusta, pero me gusta”, parecido a otro tema muy recurrente en el género: la clonación humana.

Rachel (Sean Young), la hermosa replicante ignorante de su condición, con memoria de una infancia prestada y una sensibilidad musical capaz de conquistar a su posible exterminador y Ava son las caras opuestas de una moneda que contrasta las maneras de representar la condición femenina en estas ficciones que a veces de tan descabelladas o fascinantes pueden despistar de su resonancia social y cultural. Pris (Daryl Hannah) y Zhora (Joanna Cassidy), las otras dos replicantes de Blade Runner, son muñecas destinadas al placer masculino, mientras Roy (Rutger Hauer), líder moral de los rebeldes y Leo (Brion James), son fuerza laboral en proceso de emancipación.

Ava, con su rostro virginal y curiosidad efervescente es el resultado de un trabajo de perfeccionamiento que Nathan (Oscar Isaac) ha estado desarrollando con criaturas perfectas para el goce sexual, las labores domésticas y otras actividades que siguen considerándose propias del género, como si la información genética de la costilla del hombre del que fue extraída hubiera dotado a la criatura de una capacidad intelectual temeraria, defectuosa, digna de observarse desde lejos -bajo reserva- como bien menciona la crítica Manohla Dargis: “Hermosa e inteligente, pulcra y almacenada, Ava es al tiempo que decididamente inquietante, convenientemente encerrada bajo llave. Lo que la convierte en la mujer poshumana perfecta”.

Rachel pareciera conformarse con el hecho de sobrevivir a la cacería con sus abrigos de enormes hombreras y el maquillaje y peinado intactos, pero se le ve caminar hacia su destino fumando como improbable mujer fatal del cine negro, traicionando a los de su especie para salvar a su posible verdugo y luego acostarse con él en un peregrino intento por prorrogar su final o quizá para conocer algo diferente a la idea incestuosa que le dio origen. En fin, una mujer/máquina en paradójica crisis de identidad que, según el punto de vista con que sea vea, pone a debate la finalidad del cuestionario creado por Turing: ¿son los androides capaces de mentirse a si mismos?

Artículo publicado originalmente en Flesh Magazine, con un ensayo fotográfico de Iván Aguirre

sábado, abril 29, 2017

Juntos pero solos

*Esta es una traducción que hice de un ensayo publicado en el sitio Huffington Post. Aunque a la mitad de mi intento de traducirlo -para compartirlo con unos amigos- me enteré que ya existía una versión en español, la cual me pareció dejaba mucho que desear (quiero creer que más que la mía) y decidí proseguir. Todo fue resultado de una conversación grupal unas horas antes de amanecer donde me vino a la memoria el manejo del término "minority stress" para explicar una situación que englobaba buena parte de lo que discutíamos. Aunque para mi gusto, el final del ensayo se traiciona un poco a si mismo, no por eso le quita validez y pertinencia al flujo de datos, información y análisis que se hace en las primeras tres partes. De ahí mi interés en compartirlo...



La epidemia de la soledad gay



“Solía emocionarme mucho cuando se acababa la meth”.
Eso lo dice mi amigo Jeremy.


“Cuando la tienes -dice- necesitas seguir usándola. Y cuando se acaba es como ¡Dios, ahora puedo regresar a mi vida! Me la pasaba despierto todo el fin de semana e iba a las fiestas sexuales y luego me sentía de la mierda hasta el miércoles. Hace dos años la cambié por la cocaína porque puedo trabajar al siguiente día de usarla”.


Jeremy me cuenta esto desde una cama de hospital, en un sexto piso en Seattle. No me cuenta las circunstancias exactas de su sobredosis, solo que un extraño llamó a una ambulancia y despertó ahí.


Jeremy no es el tipo de amigo con el que esperaba tener esta conversación. Hasta hace unas pocas semanas, no tenía idea que él usaba nada más fuerte que unos martinis. Es atlético, inteligente, libre de gluten, el tipo de hombre que usa camisa de trabajo si importar el día de la semana. La primera vez que nos conocimos, hace tres años, me preguntó si conocía un buen lugar para hacer crossfit. Hoy, cuando le pregunto cómo le ha ido en el hospital hasta ahora, lo primero que me dice es que no hay internet inalámbrico y que está atrasado en los correos de su trabajo.


“Las drogas fueron una combinación de aburrimiento y soledad”, me dice. “Solía regresar exhausto del trabajo los viernes por la noche y era como de: ¿Ahora qué? Así que marcaba para pedir que me trajeran un poco de meth y buscaba en internet a ver si había alguna fiesta. Era o eso o ponerme a ver una película”.


Jeremy no es mi único amigo gay que está padeciendo esto. También está Malcom, que casi ni sale de su casa salvo para ir al trabajo porque su ansiedad es tremenda. También está Jared, cuya depresión y dismorfia corporal ha ido reduciendo su vida social a mi, el gimnasio y los ligues por internet. También estaba Christian, el segundo hombre al que besé, que se suicidó a los 32 años. Dos semanas después que su novio terminara con él, Christian fue a una tienda de artículos para fiestas, rentó un tanque de helio, empezó a inhalarlo y luego mandó un mensaje de texto a su ex diciéndole que viniera para asegurarse que encontrara el cadáver.


Por años, he notado la divergencia entre mis amigos heterosexuales y mis amigos gay. Mientras que la mitad de mi círculo social ha desaparecido por sus relaciones, hijos y los suburbios, la otra mitad está batallando con la soledad y la ansiedad, drogas duras y sexo riesgoso.


Nada de esto concuerda con la narrativa que me han contado, la que me he dicho a mi mismo. Al igual que yo, Jeremy no creció bulleado por sus compañeros o rechazado por su familia. Ni siquiera recuerda si alguna vez le dijeron maricón. Fue criado por una madre lesbiana en la Costa Oeste. “Salió del closet conmigo cuando yo tenía 12 años”, me dice. “Y me dijo después que sabía que yo también era gay cuando ni yo lo tenía claro”.


Jeremy y yo tenemos 34 años. Durante nuestra vida, la comunidad gay ha logrado más progreso en aceptación social y legal que en cualquier otro grupo demográfico en la historia. Durante mi propia adolescencia, el matrimonio gay era una aspiración distante, algo que los periódico aún ponían entre comillas temerosas. Ahora, ha sido plasmado en la ley por la Suprema Corte de Justicia. El apoyo social al matrimonio gay ha crecido de 27% en 1996 a 61% en 2016. En la cultura popular, hemos ido de Cruising (Friedkin, 1980) a Queer Eye for the Straight Gay y a Moonlight (Jenkins, 2016). Los personajes gay en estos días son tan comunes que hasta se les permite tener defectos.


Aún así, mientras celebramos el peso y la velocidad de estos cambios, los índices de depresión, soledad y abuso de sustancias en la comunidad gay continúan estancados en el mismo lugar que han estado por décadas. Las personas gay son ahora -dependiendo el estudio- entre 2 y 10 veces más propensas a quitarse la vida que la gente heterosexual. Somos el doble de propensos a tener un episodio depresivo mayor y así como la última epidemia por la que hemos pasado, el trauma parece concentrarse entre los hombres. En una encuesta de hombres gay que llegaron recientemente a Nueva York, tres cuartos sufrió de ansiedad o depresión, abuso de drogas o alcohol, o tiene prácticas sexuales riesgosas (o alguna combinación de las tres). A pesar del dicho recurrente de las “familias elegidas”, los hombres gay tienen menos amigos cercanos que la gente heterosexual o que las lesbianas. En una encuesta de servicios de salud en clínicas de VIH, un entrevistado respondió a los investigadores: “No es un asunto de que no sepamos cómo salvar nuestra vida. Se trata de saber si vale la pena salvarla”.


No voy a fingir ser objetivo ante nada de esto. Soy un tipo gay perpetuamente soltero que fue criado en una ciudad demócrata por padres suscritos a grupos de padres de personas gay. No he conocido a nadie que haya muerto de sida, nunca he experimentado discriminación directa y salí del clóset en un mundo donde el matrimonio, una cerca blanca y un golden retriever no sólo son posibles sino esperados. También he estado en terapia más veces que las que he descargado y borrado el Grindr.


“El matrimonio igualitario y los cambios legales fueron un avance para algunos hombres gay -dice Christopher Stults (investigador de la Universidad de Nueva York que estudia las diferencias de salud mental entre hombres gay y heterosexuales), pero para mucha otra gente fue una decepción. Es decir, tenemos el estatus legal y aún así hay algo aún sin cumplirse”.

Resulta que esa sensación de vacío no es solo un fenómeno estadounidense. En Holanda, donde el matrimonio gay ha sido legal desde 2001, los hombres gay siguen siendo 3 veces más propensos a sufrir trastornos de personalidad que los heterosexuales, y 10 veces más proclives a participar en “actos suicidas”. En Suecia, que ha tenido uniones civiles desde 1995 y matrimonio legal desde 2009, los hombres casados con otros hombres tienen el triple de índice de suicidios que los hombres casados con mujeres.


Todas estas insufribles estadísticas llevan a la misma conclusión: todavía es peligrosamente alienante ir por la vida como hombre que se siente atraído por otros hombres. La buena noticia es que los epidemiólogos y los científicos sociales están más cerca que nunca de entender las razones.


Travis Salway, un investigador para el BC Centre for Disease Control en Vancouver, ha invertido los últimos 5 años tratando de averiguar porqué los hombres gay siguen suicidándose.


“La característica definitoria de los hombres gay solía ser la soledad del clóset”, dice. “Pero ahora tienes millones de hombres gay que han salido de él y siguen sintiendo el mismo aislamiento”.


Almorzamos en un restaurante de noodles. Es noviembre y él llega vistiendo jeans, botas y anillo de bodas.


“¿Casado, eh?” -digo.
“Incluso monógamo”, contesta. “Creo que que nos van a dar las llaves de la ciudad”.


Salway creció en Celina, Ohio, un pueblo manufacturero de si acaso 10 mil habitantes. El tipo de lugar -comenta- donde el matrimonio competía con la universidad entre los veinteañeros. Fue bulleado por ser gay incluso antes de saber que lo era. “Era afeminado y estaba en el coro”, comenta. “Eso era suficiente”. Así que fue cuidadoso, tuvo una novia por toda la secundaria y trató de evitar a los chicos -tanto romántica como platónicamente- hasta que pudo salir de ahí.


Para los 2000, era trabajador social y epidemiólogo, y -como yo- estaba impactado por la creciente distancia entre sus amigos gay y heterosexuales. Empezó a preguntarse si la historia que siempre había escuchado de los hombres gay y la salud mental estaba incompleta.


Cuando la disparidad fue reconocida en los años 50 y 60, los doctores pensaron que era un síntoma intrínseco a la misma homosexualidad, tan solo una de muchas manifestaciones de lo que en ese entonces se conocía como “inversión sexual”.


Pero mientras el movimiento por los derechos gay fue ganando terreno y la homosexualidad desapareció de los manuales de diagnóstico de desórdenes mentales, la explicación cambió a la del trauma. Los hombres homosexuales estaban siendo expulsados de sus casas y su vida amorosa era ilegal. Por supuesto que tenían tasas alarmantes de depresión y suicidio. “Esa era la idea que tenía también yo -comenta Salway, que el suicidio gay era producto del pasado, o se concentraba en adolescentes que no veían otra salida”.


Y luego echó un vistazo a los datos. El problema no era solo el suicidio, no solo afectaba a adolescentes y no estaba pasando solo en áreas teñidas de homofobia. Descubrió que los hombres gay donde sea, a cualquier edad, tienen más altas tasas de padecimientos cardiovasculares, cáncer, incontinencia, disfunción eréctil, alergias y asma -solo nómbralo y nosotros lo tenemos. En Canadá, Salway llegó a descubrir que por años, más hombres gay morían por suicidio que por sida. Este podría ser también el caso en Estados Unidos, pero nadie se ha tomado la molestia de estudiarlo.


“Vemos hombres gay que nunca han sido física o sexualmente abusados con similares síntomas de estrés postraumático que aquellos que han estado en situaciones de combate o han sido violados”, dice Alex Keuroghlian, psiquiatra del Instituto Fenway en el Centro de Investigaciones de Población y Salud de la comunidad LGBTQ.


Los hombres gay están, según él, “propensos al rechazo”. Estamos constantemente estudiando situaciones sociales en las que no podamos encajar. Luchamos por hacernos valer y reproducimos nuestros fracasos sociales de forma circular.


Pero lo más extraño de estos síntomas es que la mayoría de nosotros no los vemos para nada como tales. Desde que vio esa información, Salway empezó a entrevistar a hombres gay que intentaron suicidarse y sobrevivieron.  


“Cuando les preguntas porqué trataron de suicidarse, la mayoría de ellos no menciona para nada el hecho de ser gay”. Por el contrario -afirma-, le dicen que han tenido problemas sentimentales, de trabajo o de dinero. “No sienten que su sexualidad es el aspecto más importante de sus vidas. Y aún así, están muchísimo más propensos a suicidarse”.


El término que los investigadores utilizan para explicar este fenómeno es “estrés de minoría”. Su acepción más directa resulta muy sencilla: ser miembro de un grupo marginado requiere un esfuerzo extra. Cuando eres la única mujer en una reunión de negocios, o el único negro en el dormitorio de la universidad, tienes que pensar en niveles que la mayoría no necesita. Si te enfrentas a tu jefe o no te animas a hacerlo, ¿estás jugando un estereotipo de las mujeres en las áreas de trabajo? Si no pasas un examen, ¿la gente pensará que es por tu raza? Aún si no experimentas un estigma evidente, considerar esas posibilidades pasan factura con el tiempo.


Para la gente gay, el efecto es magnificado por el hecho de que el estatus de nuestra minoría está oculto. No solo tenemos que hacer todo ese trabajo extra y responder a esas interrogantes internas cuando tenemos 12 años sino que tenemos que hacerlo sin poderlo hablar con nuestros amigos o nuestros padres.


John Pachankis, investigador del estrés en Yale, dice que el daño real se realiza en los 5 o más años entre los que te das cuenta de tu sexualidad y empiezas a decirle a los demás. Incluso los relativamente pequeños estresores en este periodo tienen un efecto excesivo -no porque sean directamente traumáticos sino porque empezamos a anticiparlos. “No tienen que decirte maricón para que ajustes tu comportamiento para evitar que te digan así”, dice Salway.


James, ahora un veinteañero salido del clóset, me dice que en la primaria, cuando era un adolescente en el clóset, una compañera de clase le preguntó lo que pensaba de otra chica. “Parece hombre -dijo sin pensar-. Así que probablemente tendría sexo con ella”.


Inmediatamente se aterrorizó. “Yo estaba con que: ¿Alguien entendió lo que dije? ¿Le dirían a alguien más la forma en que lo dije?”.


Así es como pasé también mi adolescencia: siendo cuidadoso, resbalándome, estresándome, sobrecompensado. Una vez, en un balneario, uno de mis amigos de la secundaria me sorprendió viéndolo atentamente mientras esperábamos en el tobogán. “¿Hey, me estabas checando?”, me dijo. Yo logré responder algo así como: “Lo siento, pero no eres mi tipo”, y luego pasé semanas enteras preocupado por lo que pensaría de mí, pero nunca tocó el tema. Todo el bullying se llevó a cabo en mi cabeza.


“El trauma para los hombres gay es la naturaleza prolongada del mismo -dice William Elder (psicólogo e investigador de traumas sexuales). Si experimentas un evento traumático, tienes el tipo de estrés postraumático que puede resolverse en cuatro o seis meses de terapia. Pero si pasas años y años de pequeños estresores -pequeñas cosas que piensas que fueron a causa de tu sexualidad- pueden ser aún peor”.


O como lo pone Elder, estar en el clóset es como si alguien te estuviera golpeando ligeramente en el brazo, una y otra vez. Al principio es molesto, después de un tiempo es exasperante y eventualmente es todo en lo que puedes pensar.


Luego, el estrés de lidiar con ello todos los días se comienza a acumular en tu cuerpo.


Crecer siendo gay -al parecer- es malo para ti en muchas de las mismas maneras que sería crecer en pobreza extrema. Un estudio de 2015 encontró que la gente gay produce menos cortisol, la hormona que regula el estrés. Sus sistemas han estado activados constantemente, durante la adolescencia, que terminan siendo lentos cuando crecen, dice Katie McLaughlin, una de las co autoras del estudio. En 2014, investigadores compararon adolescentes gay y heterosexuales en relación al riesgo cardiovascular. Descubrieron que los chicos gay no tenían un número mayor de “eventos estresantes” (obvio, los heterosexuals también tienen problemas), pero aquellos que sí los experimentaron infringían mayor daño en su sistema nervioso. Annesa Flentje, una investigadora de la Universidad de California (en San Francisco), se especializa en los se combinan con nuestra adaptación a ellos, dice, y se convierten en “formas automáticas de pensar que nunca son cuestionadas o negadas, 30 años después”. No importa si lo reconocemos o no, nuestros cuerpos traen el clóset con nosotros hacia la adultez. “No tenemos las herramientas para procesar el estrés siendo niños y no lo reconocemos como trauma siendo adultos”, dice John, un ex asesor que renunció a su trabajo hace dos años para hacer cerámica y viajar en tours de aventuras en las montañas de Adirondack. “Nuestra reacción instintiva es lidiar con las cosas ahora tal y como lo hacíamos de niños”.


Hasta Salway, que ha dedicado su carrera a entender el estrés de minorías, dice que hay días en que se siente incómodo al caminar por Vancouver con su pareja. Nunca los han atacado, pero se han encontrado con algunos idiotas que les gritan en público. Eso no tiene que pasar tantas veces para que empieces a anticiparlo y para que tu corazón empiece a latir más rápido cuando ves acercarse un coche.


Pero el estrés de minorías no explica del todo el porqué los hombres gay tienen mucho más problemas de salud. Porque mientras que la primer ronda de daños pasa antes que salgamos del clóset, la segunda -y probablemente la más severa- viene después.


Nadie enseñó a Adam a actuar afeminado, pero él -como yo y la mayoría de nosotros- lo aprendemos de alguna manera.


“Nunca me preocupé porque mi familia fuera homofóbica” -dice. “Solía ponerme una sábana como si fuera un vestido y bailaba en el patio. Mis padres pensaban que era tierno, así que me tomaron video y se lo enseñaron a mis abuelos. Cuando lo vieron todos juntos, me escondí detrás del sofá de la vergüenza. Tenía 6 o 7 años”.


Para cuando entró a la preparatoria, Adam había aprendido a controlar sus manierismos tan bien que nadie sospechó que fuera gay. “Pero aún así -dice- no confiaba en nadie porque tenía esto que estaba ocultando. Tenía que operar en el mundo como agente solitario”.


Salió del clóset a los 16 años, se graduó y luego se movió a San Francisco, donde empezó a trabajar en prevención de VIH. Pero la sensación de distancia hacia otras personas no desapareció, así que lo trató con “mucho y mucho sexo. Es nuestro recurso más accesible en la comunidad gay. Te convences a ti mismo que al tener sexo con alguien estás teniendo un momento íntimo y eso termina convirtiéndose en una muleta”.


Adam trabajaba muchas horas y regresaba a casa exhausto, fumaba yerba, se servía una copa de vino tinto y empezaba a buscar ligues en las aplicaciones. Algunas veces podían ser dos o tres tipos seguidos. “Tan pronto como cerraba la puerta detrás del último tipo, pensaba que no me sentía satisfecho y buscaba otro”.


Me la pasé así durante años. El Día de Acción de Gracias pasado, fue a visitar a sus padres y sintió una necesidad compulsiva de tener sexo por el nivel de estrés que tenía. Cuando finalmente encontró a alguien cerca con ganas de ligar, corrió al cuarto de sus padres hurgando en sus cajones a ver si tenían viagra.


“¿Y ese fue el momento donde tocaste fondo?” -Le pregunto.
“Fue como el tercero o cuarto, sí”. -Me respondió.


Adam está ahora en un programa para librarse de su adicción al sexo. Han pasado 6 semanas desde la última vez que lo hizo. Antes de eso, el mayor tiempo que había pasado sin hacerlo habían sido 3 o 4 días.


“Hay gente que tiene mucho sexo porque es divertido y eso está bien. Pero yo intentaba exprimirlo como un trapo para obtener algo que no estaba ahí: aprobación social o compañía.  Era una manera de no lidiar con mi propia vida y seguir negando que fuera un problema porque siempre me decía a mi mismo ‘salí del clóset, me mudé a San Francisco: lo logré, hice todo lo que hay que hacer como gay”.


Por décadas, eso era lo que los psicólogos pensaban también: que las etapas claves para la formación de la identidad de los hombres gay llevaba siempre a salir del clóset, que una vez que estuviéramos a gusto con nosotros mismos podíamos empezar a construir una vida dentro de una comunidad de personas que han pasado por las mismas cosas. Pero en los últimos diez años, lo que los investigadores han descubierto es que la lucha por encajar solo se vuelve más intensa. Un estudio publicado en 2015 encontró que los índices de estrés y depresión eran más altos en hombres que habían salido del clóset recientemente que en aquellos que permanecían dentro.


“Es como si emergieras del clóset esperando ser una mariposa y la comunidad gay te arrebata ese idealismo”, dice Adam. Cuando empezó a salir del clóset, dice: “Fui a West Hollywood porque pensé que ahí era donde estaba mi gente. Pero fue horrible porque estaba lleno de adultos que no recibían bien a los jóvenes gay. Vas de casa de tu mamá a un club donde mucha gente está drogada y piensas: ¿esta es mi comunidad? Es una pinche jungla”.


“Salí del clóset a los 17 años y no encontré un lugar para mi en la escena gay”, dice Paul (desarrollador web). “Quería enamorarme como la gente heterosexual que veía en las películas. Pero me sentí un pedazo de carne. Se puso tan feo que cuando tenía que comprar despensa, iba al súper que estaba a 40 minutos en lugar del que me quedaba a 10 solo porque me daba mucho miedo caminar por la calle gay”.


El término que escuché de Paul -de todos- es “re-traumatización”. Creces con esta soledad, acumulas todo este bagaje, y luego llegas a Castro, Chelsea o Boystown pensando que finalmente serás aceptado por quien eres. Y luego te das cuenta que todos los demás tienen su propio bagaje también. De pronto, no es tu gaycidad la que te hace ser rechazado: es tu peso, tu ingreso o tu raza. “Los chicos hostigados en su juventud -dice Paul- crecieron y se convirtieron ellos mismos en bullies”.


“Los hombres gay en particular no son muy amables con los otros gay”. -dice John, el guía de turismo de aventuras. “En la cultura popular, los drag queens son conocidos por sus agresiones y todo es risas, pero esa mezquindad es casi patológica. Todos nosotros nos confundimos o nos mentimos a nosotros mismos durante buena parte de nuestra adolescencia. Pero no es cómodo mostrar eso a otras personas, así que mostramos a esa gente lo que el mundo nos enseña, que es esa maldad”.


Cada hombre gay que conozco carga con un portafolio mental de todas las cosas horribles que otro hombre gay le ha dicho o hecho. Una vez llegué a una cita y el tipo se levantó inmediatamente diciendo que me veía más bajito que como lucía en mis fotos y se fue. A Alex, un instructor de fitness en Seattle, un tipo de su equipo de natación le dijo: “Ignoraré tu cara si me coges sin condón”. Martin, británico viviendo en Portland, ha engordado si acaso 5 kilos desde que se mudó y recibió un mensaje por Grindr en Navidad que decía: “Antes eras sexy. Es una lástima que lo hayas estropeado”.


Para otras minorías, vivir en una comunidad con gente como ellos está ligado a bajos niveles de ansiedad y depresión. Ayuda estar cerca de gente que instintivamente te comprende. Pero para nosotros, el efecto es lo opuesto. Varios estudios han encontrado que vivir en vecindarios gay pronostica altos niveles de sexo riesgoso y uso de metanfetaminas y menos tiempo invertido en otras actividades como voluntarios o haciendo deporte. Un estudio de 2009 sugirió que los hombres gay más vinculados a la comunidad gay estaban menos satisfechos con sus relaciones románticas.


“Los hombres gay y bisexuales hablan de la comunidad gay como una fuente significante de estrés en sus vidas”, dice Pachankis. La razón fundamental para ésto, dice, es que “la discriminación al interior de los grupos hace más daño a tu psique que ser rechazado por miembros de la mayoría. Es fácil de ignorar, voltear los ojos y tirar el dedo medio a la gente heterosexual a la que no le gustas porque finalmente no necesitas de su aprobación. En cambio, el rechazo de la gente gay se siente como perder tu única opción de hacer amigos y encontrar el amor. Ser desplazado por tu propia gente duele más porque los necesitas más”.


Los investigadores a los que entrevisté me explicaron que los tipos gay se infligen este tipo de daño entre ellos por dos principales razones: la primera -y la que he escuchado más frecuentemente- es que los hombres gay son groseros entre ellos porque, básicamente, somos hombres.


“Los desafíos de la masculinidad se magnifican en una comunidad de hombres -dice Pachankis. La masculinidad es precaria, tiene que ser constantemente representada o defendida o reafirmada. Vemos eso en los estudios: puedes amenazar la masculinidad entre hombres y observar las tonterías que hacen. Muestran una postura mucho más agresiva, empiezan a tomar mayores riesgos financieros y quieren golpear cosas”.


Esto ayuda a explicar el estigma generalizado en contra de los hombres afeminados en la comunidad gay. De acuerdo a Dane Whicker, una psicóloga clínica e investigadora en Duke, la mayoría de los hombres gay reportan que quieren salir con alguien masculino y desearían ellos mismos actuar más masculinos. Tal vez eso se deba a que, históricamente, los hombres masculinos han sido más capaces de mezclarse en la sociedad heterosexual. O puede tratarse de homofobia interiorizada: los gay afeminados son aún estereotipados como pasivos, la parte receptiva en el sexo anal.


Un estudio longitudinal de dos años encontró que mientras los hombres gay estuvieran más tiempo fuera del clóset, más propensos eran a volverse versátiles o activos. Los investigadores dicen que este tipo de entrenamiento de tratar de parecer más masculinos y tomar un rol sexual diferente, es solo una de las maneras en que los hombres gay se presionan unos a otros para obtener “capital sexual”, el equivalente al ir al gimnasio o a sacarse las cejas.


“La única razón por la que empecé a hacer ejercicio fue para parecer un activo viable” -dice Martin. Cuando recién salió del clóset, estaba convencido de que era tan delgado y tan afeminado que los pasivos pensarían que era uno de ellos. “Así que empecé a fingir este comportamiento hipermasculino. Mi novio notó recientemente que aún bajo mi voz una octava cada que ordeno bebidas en un bar. Es un vestigio de mis primeros años fuera del clóset, cuando pensé que tenía que hablar con la voz de Christian Bale en Batman para conseguir citas”.


Grant, un chico de 21 años que creció en Long Island y ahora vive en Hell’s Kitchen, dice que solía ser autoconsciente en la manera cómo se paraba -las manos en las caderas y una pierna ligeramente ladeada como una Rockette. Así que en su segundo año empezó a observar la postura de sus maestros, que se paraban deliberadamente al ancho de sus pies y los brazos a los lados.


Esas normas de masculinidad ejercen un costo en todos, hasta en sus perpetradores. Los hombres femeninos están en mayor riesgo de suicidio, soledad y enfermedades mentales. Los hombres gay masculinos, por su parte, son más ansiosos, tienen más sexo riesgoso y usan drogas y tabaco con mayor frecuencia. Un estudio que investiga el porqué vivir en la comunidad gay incrementa las tasas de depresión, encontró que ese efecto se encontraba más en los hombres gay masculinos.


La segunda razón por la que la comunidad gay actúa como un estresor único entre sus miembros no se trata del porqué nos rechazamos unos a otros, sino en el cómo.


En los últimos 10 años, los espacios gay tradicionales -bares, centros nocturnos, vapores- han empezado a desaparecer y están siendo reemplazados por las redes sociales. Al menos 70% de los hombres gay usan ahora las aplicaciones de ligue como Grindr y Scruff para conocerse. En el 2000, alrededor de 20% de las parejas gay se conocieron en línea. Para el 2010, ese porcentaje subió hasta 70%. Mientras tanto, el porcentaje de parejas gay que se conocieron a través de amistades bajó del 30 al 12%.


Usualmente, cuando escuchas acerca de la prevalencia de las aplicaciones de ligue en la vida gay -Grindr, la más popular, dice que el usuario promedio gasta 90 minutos al día en ella- escuchas historias de terror acerca de asesinos u homófobos atrayéndolos como víctimas, o de escenas inquietantes de  “chemsex” surgidas en Londres y Nueva York. Y sí, esos son problemas, pero el efecto real de esas aplicaciones es más silencioso, menos marcado y de alguna manera más profundo: para muchos de nosotros, se han convertido en la principal manera en que interactuamos con otros gais.


“Es mucho más fácil conocer a alguien para ligar por Grindr que ir a buscar en un bar”, explica Adam. “Especialmente si te acabas de mudar a una ciudad nueva, es muy fácil dejar que las aplicaciones se vuelvan tu vida social. Es mucho más duro buscar situaciones sociales donde tendrías que esforzarte más”.


“Tengo momentos en que siento la necesidad de sentirme deseado y me meto a Grindr”, asegura Paul. “Subo una foto sin camisa y empiezo a recibir mensajes diciéndome que estoy bien bueno. Se siente bien en el momento, pero nada resulta de eso y los mensajes empiezan a dejar de aparecer después de unos días. Se siente como si me estuviera rascando una comezón, pero es sarna. Se expanderá”.


Pero lo peor de las aplicaciones y el porqué resultan relevantes para la disparidad de salud entre hombres gay y heterosexuales no es solo que las usemos demasiado. Es que están casi perfectamente diseñadas para subrayar nuestras ideas negativas acerca de nosotros mismos. En entrevistas realizadas por Elder (el investigador de estrés postraumático), realizadas con hombres gay en 2015, encontró que el 90% dijo que quería una pareja que fuera alto, joven, blanco, musculoso y masculino. Para la gran mayoría de nosotros que cumplimos apenas con uno de esos criterios -ya ni decir los cinco- las aplicaciones de ligue solo nos ofrecen una manera eficiente de sentirnos feos.


Paul dice que se siente “electrizado en espera del rechazo” tan pronto las abre. John, el ex asesor, tiene 27 años, mide 1.86 y tiene un six-pack que puede verse a través de su suéter de lana. Incluso él dice que muchos de sus mensajes no reciben respuesta y que emplea probablemente 10 horas hablando con gente de la aplicación por cada hora empleada en reunirse para tomar café o tener sexo.


Para los hombres gay de color es peor. Vincent, que dirige sesiones de asesorías con hombres negros y latinos en el Departamento de Salud de San Francisco, dice que las aplicaciones les dan a las minorías raciales dos tipos de respuestas: rechazo (“lo siento, no me gustan los negros”) y fetichización (“Hola, me fascinan los negros”). Paihan, un inmigrante taiwanés en Seattle me muestra sus mensajes de Grindr. Es -igual que el mío- casi puros “holas” enviados enviado sin respuesta. Uno de los pocos mensajes recibidos dice solo: “Asiáticoooo”.


Claro que nada de eso es nuevo. Walt Odets, un psicólogo que ha escrito acerca de la soledad social desde los años 80, dice que los hombres gay solían preocuparse por los baños de vapor de la misma manera que ahora se preocupan por el Grindr. La diferencia que ve en sus pacientes más jóvenes es que “si alguien te rechaza en unos vapores, aún puedes mantener una conversación después y tal vez termines entablando una amistad o al menos algo cercano a una experiencia social positiva. En las aplicaciones, solo resultas ignorado si alguien no te percibe como viable sexual o románticamente”. Los hombres gay que entrevisté hablaron de las aplicaciones de ligue de la misma manera que los heterosexuales hablan de Comcast: Apesta, pero ¿qué puedes hacer? “Tienes que usar las aplicaciones en ciudades pequeñas”, dice Michael Moore, un psicólogo de Yale. “Cumplen el propósito de un bar gay. Pero el lado negativo es que atraen consigo todos los prejuicios”.


Lo que las aplicaciones refuerzan, o quizá simplemente aceleran, es la versión adulta de lo que Pachankis llama El Mejor Chico en el Mundo de las Hipótesis. Cuando éramos niños, creciendo en el clóset, éramos más propensos a concentrar nuestro valor en cualquier cosa que el mundo exterior quería que fuéramos: buenos deportistas, buenos estudiantes o lo que sea. Ya de adultos, las normas sociales en nuestra comunidad nos presionan a concentrar nuestro valor aún más fuertemente: en nuestra apariencia, nuestra masculinidad y nuestro desempeño sexual. Pero luego, aún si logramos competir en eso y conseguimos ser ese activo ideal, dominante y masculino que buscamos, todo lo que hicimos realmente fue condicionarnos nosotros mismos a resultar desolados una vez que inevitablemente dejemos de serlo.


“Muchas veces vivimos nuestras vidas a través de los ojos de los demás”, dice Alan Downs, psicólogo y autor de The Velvet Rage, libro que trata de la lucha de los hombres gay con la vergüenza y la validación social. “Queremos tener hombre tras hombre, más músculos, mayor estatus, lo que sea que nos brinde validación. Luego despertamos -a los cuarenta- exhaustos y pensando: ¿eso era todo? Y ahí es donde llega la depresión”.


Perry Halkitis, profesor de la Universidad de Nueva York, ha estudiado la brecha de salud entre la gente gay y heterosexual desde principios de los años 90. Ha publicado 4 libros sobre cultura gay y ha entrevistado a hombres muriendo de VIH, recuperándose de las drogas recreativas y luchando por organizar sus propias bodas.


Hace 2 años, su sobrino James -de 18 años- llegó a su puerta temblando. Sentó a Halkitis y a su esposo en el sofá y les anunció que era gay. “Nosotros le dijimos ‘Felicidades, tu tarjeta de miembro distinguido y tu kit de bienvenida está en el otro cuarto’ -recuerda. “Pero el chico estaba demasiado nervioso para entender la broma”.  


James creció en Queens, adorado miembro de una familia grande, afectuosa y liberal. Fue a la escuela pública con chicos abiertamente gay. “Y aún así -dice Halkitis- pasó por ese torbellino emocional. Él sabía racionalmente que todo iba a estar bien, pero estar en el clóset no es racional, es emocional”.


Por años, James se había convencido a si mismo que él no iba a salir nunca del clóset. No quería ese tipo de atención o tener que responder preguntas para las que no tenía respuestas. Su sexualidad no tenía sentido para él, ¿cómo la iba a explicar a otra gente? “En la televisión yo veía a todas esas familias tradicionales” - me dijo. “Y al mismo tiempo me la pasaba viendo toneladas de porno gay, donde todos eran marcados y solteros y tenían sexo todo el tiempo. Así que pensé que esas eran mis dos únicas opciones: el cuento de hadas que nunca iba a tener o esa vida gay donde el romance no tenía cabida”.


James recuerda el momento exacto en que decidió permanecer en el clóset. Debió tener unos 10 u 11 años y estaba de vacaciones con sus padres en Long Island: “Volteé a ver a toda nuestra familia, los niños corriendo por todos lados y pensé: ‘Nunca voy a tener ésto’ y comencé a llorar”.


En ese momento me di cuenta que estaba describiendo la misma revelación que yo tuve a su edad, el mismo duelo. La de James fue en 2007. La mía en 1992. Halkitis dice que la suya fue en 1977. Sorprendido de que alguien de la edad de su sobrino pudiera tener la misma experiencia que él, Halkitis decidió que su próximo proyecto de libro sería sobre el trauma del clóset.


“Aún ahora, en la ciudad de Nueva York y con la aceptación de los padres, el proceso de salir del clóset es difícil”, dice Halkitis. “Y tal vez siempre lo será”.


Así que, ¿qué podemos hacer al respecto? Cuando pensamos en las leyes sobre el matrimonio y los castigos a los crímenes de odio, tendemos a pensar en ellos como protecciones a nuestros derechos, pero lo que es menos entendido es que las leyes afectan literalmente a nuestra salud.


Uno de los estudios más impresionantes que encontré describen un pico en la ansiedad y depresión entre los hombres gay entre 2005 y 2005, los años cuando 14 estados pasaron reformas constitucionales definiendo el matrimonio como algo entre un hombre y una mujer. Los hombres gay en esos estados mostraron un incremento de 37% en trastornos de humor, un aumento de 42% de alcoholismo y un 248% en incidencias de trastornos de ansiedad.


Lo más escalofriante de esos números es que los derechos legales de la gente gay viviendo en esos estados no cambiaron de manera fundamental. No podíamos casarnos en Michigan antes de que pasara la reforma y no podíamos casarnos ahí una vez que pasó. Las leyes son simbólicas, eran la forma en que las mayorías le informaban a la gente gay que no eran queridos. Lo que es peor, los niveles de ansiedad y depresión no solo aumentaron en los estados que pasaron esas reformas constitucionales. Aumentaron -aunque menos drásticamente- entre la gente gay en todo el país. La campaña para hacernos sufrir funcionó.


Ahora cuadren eso con el hecho de que nuestro país recientemente eligió a un Demogorgon anaranjado cuya administración intenta pública y contundentemente revertir cada logro de la comunidad gay en los últimos 20 años. El mensaje que ésto envía a la gente gay -especialmente a los jóvenes que apenas lidian con su identidad- no podía ser más claro y aterrador. Cualquier discusión sobre la salud mental de los gay tiene que empezar con lo que pasa en las escuelas. A pesar del progreso que se lleva a cabo en ellas, las instituciones educativas estadounidenses siguen siendo lugares peligrosos para los niños, llenos de aspirantes a chicos de fraternidad, maestros indiferentes y políticas retrógradas. Emily Greytak, directora de investigación de la organización anti-bullying GLSEN, me dice que de 2005 a 2015, el porcentaje de adolescentes que dijeron que eran hostigados por su orientación sexual no se redujo para nada. Solo alrededor del 30% de los distritos escolares en el país cuentan con políticas anti-bullying que mencionan específicamente a niños LGBTQ, y miles de otros distritos tienen políticas que prohíben a los maestros hablar de homosexualidad de manera positiva.


Esas restricciones hacen mucho más difícil a los niños lidiar con su estrés de minoría. Pero por suerte, eso no requiere que cada maestro o cada adolescente miembro el equipo de lacrosse acepte a la gente gay de la noche a la mañana. Durante los últimos 4 años, Nicholas Heck, investigador de la Universidad de Marquette, ha dirigido grupos de apoyo para chicos gay en escuelas secundarias. Los asesora en sus relaciones con sus compañeros, maestros y padres, y trata de ayudarlos a separar el estrés del patio de recreo propio de la adolescencia al que padecen por su sexualidad. Uno de sus alumnos, por ejemplo, padecía la presión de sus padres para estudiar arte en lugar de finanzas. Las intenciones de sus padres eran buenas -trataban de orientarlo a un campo donde encontraría menos homofobia- pero él ya tenía esa ansiedad: si renunciaba a finanzas, ¿se estaba rindiendo al estigma? Si entraba a artes y aún así resultaba hostigado, ¿podría contárselo a sus padres?


El truco -dice Heck- es forzar a los niños a hacerse esas preguntas abiertamente, porque uno de los síntomas más distintivos del estrés de minorías es la evasión. Los chicos escuchan comentarios derogatorios en un pasillo y deciden caminar por otro, o ponerse los audífonos. Le piden ayuda a sus maestros y son ignorados, así que terminan de tajo por buscar seguridad en los adultos. Pero los chicos en el estudio, dice Heck, ya empiezan a rechazar la responsabilidad que solían sentir al ser hostigados. Están aprendiendo que incluso si no pueden cambiar el ambiente que los rodea, pueden al menos dejar de culparse a si mismos.


Así que para los chicos, la meta es identificar y prevenir el estrés de minoría, pero ¿qué puede hacerse por aquellos quienes ya lo hemos interiorizado?


“Se ha hecho mucho trabajo con los jóvenes queer, pero no hay un equivalente paraa cuando estás en tus treintas o cuarentas”, me dice Salway. “No tengo idea a dónde puedes ir”. El problema -dice- es que hemos construido infraestructuras totalmente separadas alrededor de las enfermedades mentales, prevención de VIH y abuso de sustancias, aunque la evidencia indica que no son 3 epidemias sino una sola. La gente que se siente rechazada está más propensa a automedicarse, lo que las hace ser más propensas al sexo riesgoso, lo que a su vez las pone en riesgo de infectarse de VIH y por tanto son más propensas a sentirse rechazadas y así sucesivamente.


En los últimos 5 años, mientras la evidencia de toda esta interconectividad se acumula, algunos psicólogos y epidemiólogos han empezado a tratar la alienación entre los hombres gay como “sindémica”: un conjunto de problemas de salud en el que ninguno de ellos puede ser corregido o aliviado por si solo.


Pachankis, el investigador del estrés, acaba de dirigir la primer prueba aleatoria controlada de terapia de comportamiento cognitiva de “afirmación gay”. Tras años de evasión emocional, muchos hombres gay “literalmente no saben lo que están sintiendo”, dice. Sus parejas les dicen que los aman y ellos responden: “Bueno, yo amo los hot-cakes”. Terminan con quienes están saliendo porque dejan un cepillo de dientes en sus casas. O -como muchos de los hombres con los que hablé- tienen sexo sin protección con alguien que acaban de conocer porque no saben cómo manejar su propio desconcierto.


El desapego emocional de estos chicos es generalizado, dice Pachankis, y muchos de los hombres con los que trabaja pasan años sin reconocer que las cosas a las que aspiran -tener un cuerpo perfecto, hacer más y mejor trabajo que sus colegas, programar el ligue perfecto en Grindr para la noche- son reforzadores de su miedo al rechazo.


Tan solo señalar esos patrones rindió grandes resultados: los pacientes de Pachankis mostraron una reducción en sus niveles de ansiedad, depresión, abuso de drogas y sexo sin condón en solo 3 meses. Ahora trabaja en expandir el estudio para incluir más ciudades, más participantes y mayor rango de tiempo.


Esas soluciones resultan prometedoras, aunque aún imperfectas. No sé si se llegará a cerrar esa brecha de salud entre heterosexuales y gente gay, al menos no totalmente. Siempre habrá más niños heterosexuales que homosexuales, siempre seremos marginados, y siempre estaremos -en cierto grado- creciendo solos en nuestras familias, en nuestras escuelas y en nuestras ciudades. Pero quizá eso no sea del todo malo. Nuestra distancia de las tendencias dominantes puede ser la causa de eso que nos inquieta, pero es también el origen de nuestro ingenio, nuestra resiliencia, nuestra empatía, nuestro talento superior para vestirnos, bailar y hacer karaoke. Tenemos que reconocer eso mientras luchamos por mejores leyes y mejores sociedades -y también mientras encontramos maneras de ser mejores con nosotros mismos.

Sigo pensando en algo que me dijo Paul, el desarrollador web: “Siempre nos hemos dicho a nosotros mismos que una vez terminada la epidemia del sida, estaríamos bien. Una vez que acabó nos dijimos que cuando pudiéramos casarnos lo estaríamos al fin. Ahora decimos que cuando se acabe el bullying... Seguimos esperando ese momento en que sintamos que no somos diferentes de los demás, pero el hecho es que lo somos. Ya es tiempo de aceptarlo y trabajar con ello”.