viernes, octubre 27, 2017

La mejor fotografía del alma humana

The human body is the best picture of the human soul. 
– Ludwig Wittgenstein


El mundo del mañana, el porvenir, lo que aún no llega, la promesa del tiempo ha sido una obsesión continua del ser humano. Buena parte de las teorías científicas que han querido desentrañar el origen del universo también lo hacen obcecados por predecir el rumbo que tomará. Para ellos el principio encierra la clave de un destino alejado del dogma creacionista pero enmarañado en una vorágine de posibilidades, muchas de ellas trágicas aunque barajadas con una frialdad matemática ajena al simple mortal, quien se niega a ser un terrón más en esa masiva posibilidad aleatoria destinada a la destrucción.

Por eso no es extraño que existan expresiones artísticas empeñadas en imaginar un mundo donde el orden contradiga toda posibilidad de extinción, donde la humanidad aspire a la trascendencia del espíritu a través de su obra. Como tampoco es gratuito que las corrientes artísticas futuristas europeas fueran luego retomadas por el fascismo, la más necia de las ideologías que pone por encima del valor ciudadano un orden y una pureza que se cree plausible por si misma, por su aspiración terriblemente romántica a una armonía y a una homogeneización en contradicción con la naturaleza.

Ese infantilismo fascista puede presumir de las mejores intenciones, pero alimentado de ignorancia y aires de grandeza (como lo fue la primera mitad del siglo pasado) puede resultar en un enorme reptil que terminará mordiéndose la cola cuando haya acabado con todo lo que le recuerde su propia imperfección y solo quede el apetito voraz.

Metropolis (Lang, 1927), película seminal de ciencia ficción, imaginaba un mundo dividido por castas y con un orden que en la superficie brillaba gracias al sacrificio de una horda subterránea que esperaba la llegada de un mesías que los liberara. Escrito por Thea von Harbou, esposa en ese entonces de Fritz Lang, el filme era uno de las favoritos de Adolf Hitler y su jefe de propaganda, Joseph Goebbels, se reunió con el director para ofrecerle el título de ario honorario junto con la dirección del Instituto de Cine Alemán (que quedaría después en manos de Leni Riefenstahl), sin importar su origen judío, diciéndole: “Mr. Lang, nosotros decidimos quién es judío y quién no”. El director austriaco se fue esa misma noche de Alemania hacia Francia y luego a Estados Unidos, dejando atrás a una Thea afiliada al Partido Nacional Socialista.

Otra de las películas que aún hoy es referente del cine de ciencia ficción es Blade Runner (Scott, 1982), una historia ubicada en la ciudad de Los Ángeles del 2019 -apenas a 4 años de nuestro presente- en un mundo pluricultural donde los animales están prácticamente extintos y la tecnología intenta lo suyo por mantener a los seres humanos con privilegios suficientes para habitar el degradado planeta y ha sido capaz de crear androides que son prácticamente réplicas humanas para usarlos como esclavos en su conquista de otros mundos.

El escritor estadounidense A. Van Riper escribe en Science in popular culture: a reference guide (2002): “La tensión entre la sustancia no-humana y su apariencia -incluso las ambiciones- de los androides es el ímpetu dramático detrás de todas sus descripciones en la ficción. Algunos androides buscan, como Pinocho, convertirse en humanos (…) Otros, como en el filme Westworld (Crichton, 1973), se rebelan contra el abuso de los humanos insensibles. Deckard, el cazador de androides de Do Androids Dream of Electric Sheep? y su adaptación fílmica Blade Runner, descubre que sus objetivos son de cierta forma más humanos que él. Las historias de androides, por tanto, no son esencialmente historias sobre androides; son relatos sobre la condición humana y lo que significa ser humano”.

Philip K. Dick (1928-1982), autor de la novela que adaptaron al cine Hampton Fancher y David Webb Peoples, dio con ese argumento hurgando en archivos de la Gestapo en una universidad californiana con reportes de oficiales nazis en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial para su libro The Man in the High Castle. Dick encontró casi insoportable leer esos documentos por su crueldad y falta de empatía. Sobre todo una frase referente a que los soldados no podían dormir debido al llanto de los niños hambrientos. Para el autor, los nazis eran un grupo con deficiencias mentales, con una psique tan dañada que la palabra humano no podía aplicarse, aunque su apariencia externa indicara que lo fueran.

En Blade Runner, las réplicas humanas resultan tan sofisticadas que se vuelven amenazas para sus creadores. Un grupo de ellos, los más fuertes y hermosos, escapan de su misión original y regresan a la tierra, mezclándose entre los humanos y urdiendo un plan para exigir a su creador -Eldon Tyrell- una moratoria a su sistema con fecha de extinción. La caza de los replicantes y los métodos de identificación para su exterminio, ubican a las criaturas sintéticas como el reflejo nada halagador de la condición a la que aspiran, convirtiéndose en un juego de espejos que le dan al filme una resonancia filosófica que no caduca a pesar de que han pasado más de 30 años de haber sido estrenada.

A diferencia de I, Robot (Proyas, 2004), basada en la novela de Isaac Asimov, o Autómata (Ibáñez, 2014), donde la premisa es parecida y los androides buscan una independencia que les es negada por su condición impuesta de esclavos, en Blade Runner la idea “pigmalionesca” es llevada al extremo más inquietante por la perfección de una obra que, al cuestionar su propia existencia, pone en tela de juicio las bases éticas con las que la ciencia sigue lidiando hasta nuestros días y también cuestiona el alcance al que la tecnología puede aspirar.

La inteligencia artificial, tema que se podría decir nació con la ciencia ficción, ha sido abordada por varios autores y sus bases han sido ricas en tratamientos tanto éticos como estéticos en películas como Artificial Intelligence: AI (Spielberg, 2001), Terminator (Cameron, 1984), Transcendence (Pfister, 2014), Star Wars (Lucas, 1977), The Matrix (Wachowskis, 1999), Mandragore (Rabenalt, 1952) y Alien (Scott, 1979), fue curiosamente la base para acabar con la tiranía y la expansión nazi en el continente europeo, gracias al trabajo del matemático británico Alan Turing (1912-1954), quien con un equipo de científicos a su cargo fue capaz de descifrar los códigos que utilizaba el ejército invasor para comunicar sus estrategias de guerra y dar oportunidad a los aliados de derrotarlos.

Turing, pionero en el estudio de las matemáticas aplicadas a esas teorías que dieron paso a lo que conocemos hoy como inteligencia artificial, creó un cuestionario en el que basaron el examen que utiliza Rick Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner para detectar replicantes y recientemente es referenciado también en Ex Machina (Garland, 2015), donde un excéntrico científico utiliza a uno de sus empleados para confirmar el grado de sofisticación de una de sus más recientes criaturas: Ava (Alicia Vikander), una androide con más recursos que los que su propio creador es capaz de imaginar y una agenda propia.

Aunque el test de Turing no fue realmente creado para determinar si un robot podía pasar por humano sino para decidir si una máquina puede llegar a pensar de manera indistinta a la de uno, la ficción sigue fascinada con la idea de esa posibilidad y sus consecuencias. Un poco el juego de “me asusta, pero me gusta”, parecido a otro tema muy recurrente en el género: la clonación humana.

Rachel (Sean Young), la hermosa replicante ignorante de su condición, con memoria de una infancia prestada y una sensibilidad musical capaz de conquistar a su posible exterminador y Ava son las caras opuestas de una moneda que contrasta las maneras de representar la condición femenina en estas ficciones que a veces de tan descabelladas o fascinantes pueden despistar de su resonancia social y cultural. Pris (Daryl Hannah) y Zhora (Joanna Cassidy), las otras dos replicantes de Blade Runner, son muñecas destinadas al placer masculino, mientras Roy (Rutger Hauer), líder moral de los rebeldes y Leo (Brion James), son fuerza laboral en proceso de emancipación.

Ava, con su rostro virginal y curiosidad efervescente es el resultado de un trabajo de perfeccionamiento que Nathan (Oscar Isaac) ha estado desarrollando con criaturas perfectas para el goce sexual, las labores domésticas y otras actividades que siguen considerándose propias del género, como si la información genética de la costilla del hombre del que fue extraída hubiera dotado a la criatura de una capacidad intelectual temeraria, defectuosa, digna de observarse desde lejos -bajo reserva- como bien menciona la crítica Manohla Dargis: “Hermosa e inteligente, pulcra y almacenada, Ava es al tiempo que decididamente inquietante, convenientemente encerrada bajo llave. Lo que la convierte en la mujer poshumana perfecta”.

Rachel pareciera conformarse con el hecho de sobrevivir a la cacería con sus abrigos de enormes hombreras y el maquillaje y peinado intactos, pero se le ve caminar hacia su destino fumando como improbable mujer fatal del cine negro, traicionando a los de su especie para salvar a su posible verdugo y luego acostarse con él en un peregrino intento por prorrogar su final o quizá para conocer algo diferente a la idea incestuosa que le dio origen. En fin, una mujer/máquina en paradójica crisis de identidad que, según el punto de vista con que sea vea, pone a debate la finalidad del cuestionario creado por Turing: ¿son los androides capaces de mentirse a si mismos?

Artículo publicado originalmente en Flesh Magazine, con un ensayo fotográfico de Iván Aguirre