Se le ve salir a un patio enorme, levantar los brazos y el dedo medio hacia el lugar enrejado donde ha pasado los últimos años de su vida. Intenta explicar su sensación y a las palabras se le atraviesan una sonrisa molacha y amarillenta de fumador empedernido, pero también esa ternura infantil que no pueden ocultar los delincuentes: rehabilitados o no, todos llevan a flor de piel ese niño cansado de escuchar no's. Al llegar a la estación de autobuses recorre los pasillos de la tienda viendo la variedad de productos y escoge un fourpack de Redbull, un golpe de cafeína puede ser el mejor placebo para enfrentar lo desconocible y reconocido.
Me enternece. Ahora encuentro muchas más cosas que me enternecen frente al televisor que fuera de él, pero eso es matemática pura: estos meses he pasado mucho más tiempo viendo televisión que en cualquier otra época de mi vida. Y trato de convencerme que no es tan malo pero en el proceso empiezo a sentir una especie de vértigo, casi el mismo que me da al leer TvyNovelas en la fila del supermercado y que he llegado a sentir pisando la línea amarilla de algún andén del metro.
Y resulta todo un cliché pensar en esta ciudad como en una prisión, pero resulta que la verdadera prisión es justo el lugar común. Y es tan difícil huir de eso que a veces me palpo el cráneo buscando el chip y solo logro desprender la caspa de entretiempo, que tan mal se lleva con mi guardarropa de invierno.
Y sí, esperaba la felicidad para postear de nuevo, pero esa empresa estaba tomando demasiado tiempo y mis dedos no discriminan estados de ánimo. Y dudo ser capaz de reconocerla si se me atraviesa por la calle, toca a mi puerta o me esposa a una celda fría y gris con vista panorámica a la nada.