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Para nadie es un secreto que el hecho de que esos personajes ganen exorbitantes sumas de dinero por un trabajo que no implica demasiado esfuerzo o riesgo real, significa que alguien más, en triste plural, está siendo subempleado -sino es que explotado en el mayor de los casos. Y uno no hace más que mover la cabeza o girar los ojos en señal de reproche, pero sobre todo, de conformidad o fatalismo. Y no, mi intención no es citar a Marx o Engels ni ponerme a cantar la internacional y huir a las montañas a tratar de cambiar el mundo entre un carrufo de marihuana y un trago de aguardiente.
Lo que me molesta mucho de esa ecuación es ese desliz tan recurrente de la gente pudiente por demostrar a quien se atraviese que ellos están comprometidos a ayudar a los menos privilegiados, que tienen vocación de servicio y que su corazón está lleno de amor por el resto de los mortales, sobre todo si esos mortales están a punto de dejar de serlo por el hambre, la enfermedad o la violencia. Y sabemos que generalmente se trata de promotores del complejo de culpa que seguramente se verán beneficiados de algún incauto que quiera sentirse bien consigo mismo por un momento aunque desfalque su bolsillo quincenal en favor de un pedazo de cielo o la sonrisa fotogénica de un niño lombriciento: la masturbación como equivalente del sexo/el arrebato sentimental como equivalente de la conciencia social. No hay cómo reprochar una buena acción cuando su primer nombre es ése, aunque asumo que no todos son tan ingenuos para pensar que están cambiándole la vida a alguien depositando unas monedas en su mano, como si la vocación de primera dama del país fuera endémica. Pero cuando se llenan planas y se gasta dinerales en eventos benéficos cuya mayor plusvalía es la autocomplacencia a mi lo que me da son ganas de vomitar.