La noche del día en que enterramos a mi mi madre dormí en su cama. Justo en el lugar donde pasó sus últimos días y desde donde me había despedido unos días antes del cuerpo que aprisionaba al más joven de los espíritus.
Hubimos los con suerte de ver los tiempos en que cuerpo y espíritu vivían en sincronía.
No había nada capaz de interponerse entre ellos y su hambre de vida.
Me negué a asomarme al cristal y despedirme del cascarón dejado como señuelo.
Me prometí mantener en mi memoria el rompecabezas de un millón de piezas de su rostro, las historias ocultas entre los surcos de su cara y esa carcajada retumbando por las paredes de casa.
El dolor es una casa...
y existen dolores que hay que acariciar como a un dragón
y deslizarse por su lengua hasta el origen del fuego
para ser expulsado de nuevo al mundo
convertido en cenizas.
lunes, junio 17, 2019
viernes, mayo 17, 2019
Revisitando a Michael Jackson
Aquellos nacidos en la era analógica conocimos a Michael Jackson en forma de vinilo. En el umbral de la convulsa pubertad, con las hormonas obstruyendo nuestros poros, nos inquietaba la imagen reluciente de ese rostro moreno desplegado en el arte del disco mostrando al afroamericano en traje blanco, con un halo de luz coronando su figura y destellos escapando por su melena rizada. Entre cómics, películas de terror y videojuegos, el embeleso con Jackson se consolidó a partir de videos musicales que ahora se celebran como revolucionarios y que abrieron la puerta a un fenómeno que hoy damos por hecho en el que si la música no es acompañada de visuales sofisticados, somos renuentes a dejarnos seducir por ella.
Para cuando esa generación MTv tuvo más consciencia como consumidor, la propuesta musical de Michael Jackson estaba del lado opuesto de la tendencia, pero su poder como figura popular estaba ya tan consolidado que él marchaba a su propio ritmo y los demás le seguían como abejas a la miel. Que el grunge fuera el género musical dominante en los años 90 le hacía a Jackson lo que el viento a Juárez y mientras deslizaba sus pies hacia atrás en los escenarios mundiales, vestido como una versión glam del soldadito de El Cascanueces, el nativo de Indiana caminaba por la luna de su estatus de superestrella convertido en leyenda viva, alguien que desafiaba todas las reglas atribuidas a la raza, al género y al legado musical con que había iniciado su carrera, mezclando el motown, el blues y el jazz con el rock y el dance como nadie lo había hecho antes.
Su genialidad como músico, productor y bailarín debieron haberlo convertido en el próximo Elvis Presley, pero sus evidentes cambios físicos desviaron su destino de símbolo sexual hacia un pedestal diferente, una especie de deidad ambigua, una bestia benévola que cambiaba de color de piel y de forma de nariz ante los ojos de quienes no sabíamos qué hacer con esa metamorfosis, pero que estábamos ya hechizados por el rey del pop.
La fascinación con la realeza sucedánea, alimentada a base de una parafernalia del exceso contrastaba con los desplantes entre rabiosos y depresivos de figuras del rock que en esos momentos generaban otro tipo de encantamiento para un público nicho. Y parecía que el destino trágico de artistas como Kurt Cobain o Layne Staley eran impensables en alguien de un optimismo a prueba de todo, a pesar de las historias sobre su vida como niño genio y la soledad a la que el estrellato había condenado al menor de los Jackson Five –que en realidad eran nueve– y que se convirtió en sustento de una familia liderada por un tirano llamado Joseph (que prohibía a sus hijos decirle papá).
Las historias de golpes y abusos del patriarca fueron saliendo a la luz de boca de las hermanas de Michael y de él mismo en aquella entrevista transmitida en vivo por Oprah Winfrey en el rancho Neverland en 1993, poco antes del primer brote de denuncias surgidas a lo largo de su carrera acusándolo de pedofilia, mismas que su enorme aparato legal fue capaz de combatir por todos los medios posibles. Pero las dudas hicieron sombra a todos los logros que como artista llegó a conseguir hasta el último de lo 50 años que vivió.
Por más que se intentó modificar esa oscura narrativa a través de un matrimonio fallido –con la hija de Elvis, nada menos– y un genuino anhelo cumplido de ser padre, Jackson pasó la última parte de su vida intentando revivir su carrera y regresar a ese lugar donde dijo sentirse siempre seguro: el escenario. Pero las grietas del personaje ya fueron imposibles de resanar y su intento final por reclamar su corona en una ambiciosa gira europea le costaron la vida en medio de un escándalo que evidenció un serio problema con las drogas.
Su muerte pareció ser el último espectáculo circense donde la atracción ya no era Bubbles sino el cuerpo maltrecho de un hombre de mediana edad consumido por el dolor físico, la ansiedad crónica y todos esos secretos que intentó llevarse a la tumba. Las oscuras circunstancias de su muerte en el verano de 2009 resultaron en un juicio y condena a su médico particular por negligencia, pero más inquietante resultó el escrutinio mediático que convirtió a los noticieros en improvisadas salas funerarias escrutando el cadáver del rey del pop, un escurridizo monarca que se estremecía de humildad cada vez que lo llamaban así, pero que no tuvo empacho en ponerle Prince a sus dos hijos varones.
Su legado artístico parecía intacto a casi diez años de su fallecimiento y “la gallina de los huevos de oro” seguía generando riqueza (muchos dicen que más que si siguiera vivo) por medio de regalías y una serie de bienes que incluyen los derechos de uso del catálogo de Los Beatles. Pero hay una propiedad de la que han querido deshacerse y es hora que no han podido: Neverland, ese rancho de 11 kilómetros cuadrados que ahora es epicentro de una tormenta generada por un documental donde dos recurrentes visitas a ese idílico lugar describen con lujo de detalle los actos sexuales a los que –aseguran– Michael Jackson los sometió cuando eran niños.
I'm starting with the man in the mirror / I'm asking him to change his ways…, cantaba Michael en la melosa balada “Man in the Mirror”, el séptimo track del álbum Bad (1987), compuesta por Glen Ballard y Siedah Garrett, y producida por el mismo Jackson con Quincy Jones. Hoy, esas supuestas “maneras” del artista están de nuevo enfrentando opiniones, desafiando creencias y afectando intereses. El documental, dirigido por el británico Dan Reed, apenas se transmitió a principios de marzo pasado por HBO y ha generado un frenesí en el que se debate la credibilidad de dos víctimas confesas y sus motivos para hablar de hechos terribles que la ley se ha pronunciado incapaz de procesar debido al tiempo transcurrido.
Pero si algo ha logrado Leaving Neverland es contribuir a esa discusión en la que se cuestiona a todo un sistema que permite a figuras del mundo del entretenimiento –y de la iglesia católica, los corporativos y la política, hay que decirlo– ser encumbradas de tal manera que sus actos parecieran estar por encima de toda ley. Que las víctimas logren encontrar cierta paz al contar sus desgarradoras historias y convertirlas en cuentos aleccionadores podría ser un desenlace positivo, pero la pregunta que queda en el aire es qué hacer con el legado de este artista excepcional.
¿Cómo reconciliar esas historias terribles con los beats infecciosos y los movimientos fuera de este mundo de un prodigio que levantaba una mano enguantada de blanco al cielo, mientras con la otra tocaba sus genitales en un paso de baile? Al poner en duda los testimonios de Wade Robson y Jimmy Safechuck (las voces de Leaving Neverland), ¿estamos tratando de proteger a un dios o estamos ejercitando esa ceguera voluntaria tan parecida a la fe para seguir disfrutando sin ningún remordimiento de “Billy Jean”, de “Thriller” o de –ojo– “Smooth Criminal”?
¿Cómo reconciliar esas historias terribles con los beats infecciosos y los movimientos fuera de este mundo de un prodigio que levantaba una mano enguantada de blanco al cielo, mientras con la otra tocaba sus genitales en un paso de baile? Al poner en duda los testimonios de Wade Robson y Jimmy Safechuck (las voces de Leaving Neverland), ¿estamos tratando de proteger a un dios o estamos ejercitando esa ceguera voluntaria tan parecida a la fe para seguir disfrutando sin ningún remordimiento de “Billy Jean”, de “Thriller” o de –ojo– “Smooth Criminal”?
Una versión de este texto fue publicada en la edición impresa de la Revista Open del mes de abril
La insoportable levedad del melómano (vintage post rescatado de mi carpeta de borradores)
Si escuchas por accidente una canción que capta tu atención por su melodía pegajosa o un coro simpático, es probable que no mucho tiempo después seas bombardeando con ella por las redes sociales. Muchas veces antes de llegar a la radio, antigua poseedora del monopolio de charts y corresponsable (en mejores épocas) de gustos por adquirir en la audiencia. Si dudas de tu buen gusto o reniegas de aquella primera impresión con la misma intensidad con que ha llegado la atención masiva, es irrelevante.
Ya sea que hablemos de la canción que anuncia una generación de iPods; de la chica que gustó de besar a otra reafirmando su heterosexualidad atribuyéndolo al sabor de su chapstick; de la balada gimoteante de una gordita adicta a la decepción amorosa; o la reciente sensación belga-australiana cuyo autor abrumado se queja de la versión realizada en Glee para luego desmentirse y declararse harto de su propia creación. ¿Alguna vez supimos si la intérprete de My Heart Will Go On sintió el mismo hastío a pesar de berrinches e iniciativas inútiles de prohibir su irritante sonsonete?
Quienes conocimos el lado inverso de la moneda, vivimos in situ el nacimiento del mundo virtual y tuvimos cuenta de correo años después de aprender a leer, el consumo y la apreciación musical era algo muy diferente. Para empezar, la música que podías comprar venía concentrada en objetos (algunos ya piezas de museo) que llegaron a convertirse en símbolos de pertenencia con un valor de cambio ahora trivializado. A quienes no lo hayan vivido les informo que hubo un tiempo en que las revistas musicales (impresas) y las estaciones radiales fueron parte fundamental en la proliferación de gustos, tendencias y fenómenos que daban cuenta de una escena musical multigenérica efervescente que veía en esas plataformas un estimulante sistema de profesionalización o bien el infierno atizado por compañías transnacionales.
Probablemente la radio sea el medio que más haya sufrido los embates de la era digital. Su incestuoso amasiato con la industria discográfica pudo habérsela llevado entre las patas en su encarnizada guerra contra el “futuro” anunciado por el Napster de Shawn Fanning, sitio de intercambio gratuito de archivos digitales que a su cierre obligado en 2001 contaba con 26.4 millones de usuarios. Por su parte, algunas revistas han ido lenta pero progresivamente adaptando sus contenidos hacia una realidad más compleja y una escena musical menos maniatada por las expectativas y demandas de una industria autoritaria y reacia al cambio.
Tal vez cueste trabajo creer que el mayor beneficio de toda esta revolución sea para los usuarios melómanos, pero que sigan existiendo los one-hit wonders o las estrellas pop insustanciales habla tanto de quienes tratan de enriquecerse a base del menor esfuerzo como de la inercia y el desgano de quienes consumen solo esos productos. A final de cuentas, eso también forma parte de sus prerrogativas y esa falacia llamada "buen gusto" es por naturaleza elusiva al decreto. La música propositiva e interesante está ahí. Incluso en las plataformas comerciales o mainstrean, pero sobre todo en soportes con los que los mismos artistas han aprendido a promover y distribuir su trabajo. Hay quienes hasta han logrado beneficiarse con ellos y luego que migraron al mainstream se quejan amargamente del recurso que los posibilitó. Pero que se hayan acabado los pretextos para escuchar lo que uno quiera no deja de ser una buena noticia. El caos tiene su propia banda sonora y cada quien puede armar la propia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)