viernes, mayo 17, 2019

La insoportable levedad del melómano (vintage post rescatado de mi carpeta de borradores)


Si escuchas por accidente una canción que capta tu atención por su melodía pegajosa o un coro simpático, es probable que no mucho tiempo después seas bombardeando con ella por las redes sociales. Muchas veces antes de llegar a la radio, antigua poseedora del monopolio de charts y corresponsable (en mejores épocas) de gustos por adquirir en la audiencia. Si dudas de tu buen gusto o reniegas de aquella primera impresión con la misma intensidad con que ha llegado la atención masiva, es irrelevante.

Ya sea que hablemos de la canción que anuncia una generación de iPods; de la chica que gustó de besar a otra reafirmando su heterosexualidad atribuyéndolo al sabor de su chapstick; de la balada gimoteante de una gordita adicta a la decepción amorosa; o la reciente sensación belga-australiana cuyo autor abrumado se queja de la versión realizada en Glee para luego desmentirse y declararse harto de su propia creación. ¿Alguna vez supimos si la intérprete de My Heart Will Go On sintió el mismo hastío a pesar de berrinches e iniciativas inútiles de prohibir su irritante sonsonete?

Quienes conocimos el lado inverso de la moneda, vivimos in situ el nacimiento del mundo virtual y tuvimos cuenta de correo años después de aprender a leer, el consumo y la apreciación musical era algo muy diferente. Para empezar, la música que podías comprar venía concentrada en objetos (algunos ya piezas de museo) que llegaron a convertirse en símbolos de pertenencia con un valor de cambio ahora trivializado. A quienes no lo hayan vivido les informo que hubo un tiempo en que las revistas musicales (impresas) y las estaciones radiales fueron parte fundamental en la proliferación de gustos, tendencias y fenómenos que daban cuenta de una escena musical multigenérica efervescente que veía en esas plataformas un estimulante sistema de profesionalización o bien el infierno atizado por compañías transnacionales.

Probablemente la radio sea el medio que más haya sufrido los embates de la era digital. Su incestuoso amasiato con la industria discográfica pudo habérsela llevado entre las patas en su encarnizada guerra contra el “futuro” anunciado por el Napster de Shawn Fanning, sitio de intercambio gratuito de archivos digitales que a su cierre obligado en 2001 contaba con 26.4 millones de usuarios. Por su parte, algunas revistas han ido lenta pero progresivamente adaptando sus contenidos hacia una realidad más compleja y una escena musical menos maniatada por las expectativas y demandas de una industria autoritaria y reacia al cambio.

Tal vez cueste trabajo creer que el mayor beneficio de toda esta revolución sea para los usuarios melómanos, pero que sigan existiendo los one-hit wonders o las estrellas pop insustanciales habla tanto de quienes tratan de enriquecerse a base del menor esfuerzo como de la inercia y el desgano de quienes consumen solo esos productos. A final de cuentas, eso también forma parte de sus prerrogativas y esa falacia llamada "buen gusto" es por naturaleza elusiva al decreto. La música propositiva e interesante está ahí. Incluso en las plataformas comerciales o mainstrean, pero sobre todo en soportes con los que los mismos artistas han aprendido a promover y distribuir su trabajo. Hay quienes hasta han logrado beneficiarse con ellos y luego que migraron al mainstream se quejan amargamente del recurso que los posibilitó. Pero que se hayan acabado los pretextos para escuchar lo que uno quiera no deja de ser una buena noticia. El caos tiene su propia banda sonora y cada quien puede armar la propia.

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