La homofobia interiorizada puede tomar toda una vida en desaprenderse...
“Alguien debería matar a esos maricones”, murmuró el tipo sentado a mi lado. Lo llamaré Jake. Nuestro autobús pasó por el National Mall en Washington, D.C., donde las banderas de arcoíris ondeaban con la brisa en preparación de –según nos recordó el guía– la marcha gay que se llevaría a cabo después. Podía ver a Jake replegarse, agarrar el asiento de enfrente y corregir ligeramente su postura como un perro preparándose para atacar. Pero su hostil lenguaje corporal no iba dirigido a nadie en particular. Era de mañana y faltaban horas para que la gente queer apareciera. Era la pura idea de la marcha lo que Jake odiaba.
Jake y yo éramos ambos de Oklahoma y estábamos en un viaje de estudios a la capital en 2008. Yo estaba ahí por un concurso de ensayo que había ganado y a él lo había mandado el programa de agricultura de su escuela. Tuve que compartir cama con él y en la primera noche, me guiñó un ojo, se mordió un dedo en señal de seducción y dijo: “¿Te gusta acurrucarte?” Me di cuenta rápidamente que era una de las peores personas que había conocido.
Así como Jake deseaba la muerte de los ausentes participantes del desfile, yo solo voltee mis ojos. Su lenguaje era extremo, pero su sentimiento no era excepcional. Yo estaba en la prepa y aún no salía del clóset o siquiera había reconocido mi sexualidad. La brecha entre la persona que era y la persona que atendería a un desfile gay –alguien que no solo se hubiera reconciliado con la idea de ser gay sino que tuviera la audacia de anunciarlo– era enorme. Era tan grande que casi no sentí nada cuando las violentas palabras de Jack llegaron a mis oídos. No estaba hablando de mi, al menos no entonces.
Crecer en un mundo heterosexual significa que la gente heterosexual nos enseña qué pensar y decir de la gente gay, incluso si nosotros mismos somos gay. “No soporto las marchas gay”, le dije a mis amigos de la universidad una noche que estaba medio borracho en un bar. Había salido del clóset recientemente y casi todos mis amigos eran heteros. Mi gaycidad era algo nuevo con que jugar, tan novedoso para mí como para ellos. Me interrogaban como si fuera una nueva persona, preguntando qué tipo de hombres me gustaban y cuánto tiempo hacía que lo sabía. Me preguntaron también sobre las marchas gay.
No estoy seguro lo que quería conseguir con mi respuesta. Nunca había asistido a una marcha gay ni sabía cómo eran. Solo tenía una idea vaga formada de estereotipos –hombres bailando en ropa interior lanzando diamantina por todos lados. Tal vez dije que no los soportaba para establecer una distancia entre mí mismo y esos impenitentes que me había inventado, gente a la que estaba condicionado a rechazar porque sentía que era lo que debía hacer. Pudo haber sido un impulso de individualismo americano, la arrogancia de romper el molde. Como hombre gay, la sociedad esperaba que fuera extravagante y yo –siendo especial y diferente– no me sometería a eso.
O tal vez era miedo crudo y duro, porque había absorbido en privado cada amenaza, insulto o comentario despectivo que había escuchado de la gente gay, aún fingiendo que no aplicaban a mi persona y que no me molestaban, cosas terribles como las que dijo Jack. Cosas violentas. Las había absorbido de todas formas y puede que pensara que podía exentarme de la fuerza colectiva de su veredicto a través de una concesión. Claro que soy gay, pero no soy como la gente gay que odias, esos que se lo buscan por extravagantes.
Condenar la marcha gay esa noche fue una manera conveniente para mi de meter todo lo que a los heterosexuales no les gusta de la gente gay en un evento simbólico y desecharlo. Es la misma línea de pensamiento que los conservadores toman, en el cual la marcha es una especie de boogeyman. Odiar la marcha es odiar el caos moral que lo queer promete por encima de la hegemonía y condenarla es proteger el status quo que pretende trastocar.
Es más común para los homofóbicos decir que odian las marchas gay que digan que odian el orgullo gay en si mismo. Después de todo, los desfiles son eventos estridentes y extravagantes. Un desfile no es una celebración confinada, existe a la vista del público. Exige ser celebrado, desafía su entorno con su deseo abierto a ser visto: busca hacer de los andantes sus aliados. “¿Pero realmente necesitan un desfile?”, es una réplica común que se apoya en el argumento silencioso de que tan solo por existir, el desfile le está pidiendo al crítico que participe. “¿Necesitan hacérnoslo tragar?
“Shoving it down our throats” es una queja común, porque al centro de la homofobia de cualquier hombre hetero se esconde el fantasma de la violación: hombres gay imaginarios que quieren tocarlos sin su permiso, objetificarlos, atentar contra su masculinidad. Esa mañana en D.C. no había nadie en el Capitolio, pero Jake se puso a defenderse. Y en el transcurso de los años he jugado con esa reacción, tratando de resolver el rompecabezas de su animadversión, porque pensaba que al hacerlo podría explicarlo todo.
Lo que he encontrado es que ese instinto contra las marchas gay y contra la gaycidad en general no está confinada a los hombres heterosexuales. Los hombres gay también están condicionados a ver lo gay como una intromisión, como un trastorno. Vemos lo gay castigado con violencia y replicamos esa violencia como una manera de evitarla. Nos castigamos a nosotros mismos si es necesario, si eso evita que otros nos lastimen antes. Para los hombres gay que son blancos y/o cisgénero, hombres gay que son adyacentes al acceso que los hombres blancos y heterosexuales disfrutan en la sociedad, distanciarnos de cualquier cosa que nos margine puede ser una forma de aferrarse a los privilegios. No es liberación sino un facsímil de ella, pero sus ventajas son suficientes para algunos.
La profunda misoginia y el desdén por lo femenino es una característica de la masculinidad y una acción necesaria para procurar sus beneficios –como no ser hostigado o atacado en las calles, un beneficio que no está al alcance de otra gente queer–. El miedo es vulnerabilidad y la marcha gay hace imposible ocultarla. Es expuesta. “Afuera”. Al participar en esa violenta tradición de la masculinidad podemos salvarnos, aunque sea a expensas de todos aquellos en nuestra comunidad para quienes no representa una opción.
Atendí a mi primera marcha gay en Oklahoma justo después de graduarme de la universidad con alguien a quien llamaré Matthew, uno de mis primeros amigos gay. Me puse una camiseta sin mangas y unos shorcitos que pensé eran el uniforme oficial, inseguro de qué esperar. Algunas drag queens en plataformas pasaron tirando collares y había muchos arcoiris. No tuvo el efecto transformador que pensé tendría –pensé que una vez que fuera, algo definitivo e intenso iba a pasar, que finalmente sería una persona gay “real”– pero no fue extraordinario en ese sentido, simplemente lo disfruté.
Ahora entiendo que cada marcha gay es diferente y que su significado varía ampliamente dependiendo del lugar y de cada individuo. Algunas marchas son protestas. Otras son fiestas. Algunas cumplen con la imagen hedonista pesadillesca de los conservadores, llenas de promiscuidad y alcohol. He ido a alguna de esas también y son divertidas. Otras son eventos para la familia y mientras mis ideas políticas han ido cambiando, mis críticas a la marcha se han pasado al otro lado. Me pregunto si son lo suficientemente radicales o demasiado blancas, si son dominadas por hombres cis gay o si no son demasiados carros alegóricos.
También me he topado con muchos hombres gay que repiten el lenguaje que yo usaba para referirme a las marchas gay y aunque no creo que todos deban disfrutar la marcha, hay ciertas reacciones de odio que me alarman. Es el mismo lenguaje que muchos hombres gay usan para referirse a los afeminados o a la “escena gay”. Es el lenguaje de la distancia y de la condenación. Es un vocabulario que a la mayoría nos han enseñados desde pequeños, algunas veces por nuestros propios padres o por amigos. Hay hombres gay que piensan que si lo usan abiertamente pueden romper con el lazo engorroso de la comunidad y las restricciones y marginalización que viene con ella.
Me pregunto si la gente que hace eso tuvo un momento como el mío con Jake, un momento en el que se dieron cuenta que la gente no solo los odia por existir sino que busca activamente castigarlos por ello. Me pregunto si saben siquiera, como yo no sabía cuando salí del clóset y rechacé a mi comunidad en un bar universitario, que tienen miedo. –JOHN PAUL BRAMMER @jpbrammer
(Traducción libre de #yourstrully)
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