Aquellos nacidos en la era analógica conocimos a Michael Jackson en forma de vinilo. En el umbral de la convulsa pubertad, con las hormonas obstruyendo nuestros poros, nos inquietaba la imagen reluciente de ese rostro moreno desplegado en el arte del disco mostrando al afroamericano en traje blanco, con un halo de luz coronando su figura y destellos escapando por su melena rizada. Entre cómics, películas de terror y videojuegos, el embeleso con Jackson se consolidó a partir de videos musicales que ahora se celebran como revolucionarios y que abrieron la puerta a un fenómeno que hoy damos por hecho en el que si la música no es acompañada de visuales sofisticados, somos renuentes a dejarnos seducir por ella.
Para cuando esa generación MTv tuvo más consciencia como consumidor, la propuesta musical de Michael Jackson estaba del lado opuesto de la tendencia, pero su poder como figura popular estaba ya tan consolidado que él marchaba a su propio ritmo y los demás le seguían como abejas a la miel. Que el grunge fuera el género musical dominante en los años 90 le hacía a Jackson lo que el viento a Juárez y mientras deslizaba sus pies hacia atrás en los escenarios mundiales, vestido como una versión glam del soldadito de El Cascanueces, el nativo de Indiana caminaba por la luna de su estatus de superestrella convertido en leyenda viva, alguien que desafiaba todas las reglas atribuidas a la raza, al género y al legado musical con que había iniciado su carrera, mezclando el motown, el blues y el jazz con el rock y el dance como nadie lo había hecho antes.
Su genialidad como músico, productor y bailarín debieron haberlo convertido en el próximo Elvis Presley, pero sus evidentes cambios físicos desviaron su destino de símbolo sexual hacia un pedestal diferente, una especie de deidad ambigua, una bestia benévola que cambiaba de color de piel y de forma de nariz ante los ojos de quienes no sabíamos qué hacer con esa metamorfosis, pero que estábamos ya hechizados por el rey del pop.
La fascinación con la realeza sucedánea, alimentada a base de una parafernalia del exceso contrastaba con los desplantes entre rabiosos y depresivos de figuras del rock que en esos momentos generaban otro tipo de encantamiento para un público nicho. Y parecía que el destino trágico de artistas como Kurt Cobain o Layne Staley eran impensables en alguien de un optimismo a prueba de todo, a pesar de las historias sobre su vida como niño genio y la soledad a la que el estrellato había condenado al menor de los Jackson Five –que en realidad eran nueve– y que se convirtió en sustento de una familia liderada por un tirano llamado Joseph (que prohibía a sus hijos decirle papá).
Las historias de golpes y abusos del patriarca fueron saliendo a la luz de boca de las hermanas de Michael y de él mismo en aquella entrevista transmitida en vivo por Oprah Winfrey en el rancho Neverland en 1993, poco antes del primer brote de denuncias surgidas a lo largo de su carrera acusándolo de pedofilia, mismas que su enorme aparato legal fue capaz de combatir por todos los medios posibles. Pero las dudas hicieron sombra a todos los logros que como artista llegó a conseguir hasta el último de lo 50 años que vivió.
Por más que se intentó modificar esa oscura narrativa a través de un matrimonio fallido –con la hija de Elvis, nada menos– y un genuino anhelo cumplido de ser padre, Jackson pasó la última parte de su vida intentando revivir su carrera y regresar a ese lugar donde dijo sentirse siempre seguro: el escenario. Pero las grietas del personaje ya fueron imposibles de resanar y su intento final por reclamar su corona en una ambiciosa gira europea le costaron la vida en medio de un escándalo que evidenció un serio problema con las drogas.
Su muerte pareció ser el último espectáculo circense donde la atracción ya no era Bubbles sino el cuerpo maltrecho de un hombre de mediana edad consumido por el dolor físico, la ansiedad crónica y todos esos secretos que intentó llevarse a la tumba. Las oscuras circunstancias de su muerte en el verano de 2009 resultaron en un juicio y condena a su médico particular por negligencia, pero más inquietante resultó el escrutinio mediático que convirtió a los noticieros en improvisadas salas funerarias escrutando el cadáver del rey del pop, un escurridizo monarca que se estremecía de humildad cada vez que lo llamaban así, pero que no tuvo empacho en ponerle Prince a sus dos hijos varones.
Su legado artístico parecía intacto a casi diez años de su fallecimiento y “la gallina de los huevos de oro” seguía generando riqueza (muchos dicen que más que si siguiera vivo) por medio de regalías y una serie de bienes que incluyen los derechos de uso del catálogo de Los Beatles. Pero hay una propiedad de la que han querido deshacerse y es hora que no han podido: Neverland, ese rancho de 11 kilómetros cuadrados que ahora es epicentro de una tormenta generada por un documental donde dos recurrentes visitas a ese idílico lugar describen con lujo de detalle los actos sexuales a los que –aseguran– Michael Jackson los sometió cuando eran niños.
I'm starting with the man in the mirror / I'm asking him to change his ways…, cantaba Michael en la melosa balada “Man in the Mirror”, el séptimo track del álbum Bad (1987), compuesta por Glen Ballard y Siedah Garrett, y producida por el mismo Jackson con Quincy Jones. Hoy, esas supuestas “maneras” del artista están de nuevo enfrentando opiniones, desafiando creencias y afectando intereses. El documental, dirigido por el británico Dan Reed, apenas se transmitió a principios de marzo pasado por HBO y ha generado un frenesí en el que se debate la credibilidad de dos víctimas confesas y sus motivos para hablar de hechos terribles que la ley se ha pronunciado incapaz de procesar debido al tiempo transcurrido.
Pero si algo ha logrado Leaving Neverland es contribuir a esa discusión en la que se cuestiona a todo un sistema que permite a figuras del mundo del entretenimiento –y de la iglesia católica, los corporativos y la política, hay que decirlo– ser encumbradas de tal manera que sus actos parecieran estar por encima de toda ley. Que las víctimas logren encontrar cierta paz al contar sus desgarradoras historias y convertirlas en cuentos aleccionadores podría ser un desenlace positivo, pero la pregunta que queda en el aire es qué hacer con el legado de este artista excepcional.
¿Cómo reconciliar esas historias terribles con los beats infecciosos y los movimientos fuera de este mundo de un prodigio que levantaba una mano enguantada de blanco al cielo, mientras con la otra tocaba sus genitales en un paso de baile? Al poner en duda los testimonios de Wade Robson y Jimmy Safechuck (las voces de Leaving Neverland), ¿estamos tratando de proteger a un dios o estamos ejercitando esa ceguera voluntaria tan parecida a la fe para seguir disfrutando sin ningún remordimiento de “Billy Jean”, de “Thriller” o de –ojo– “Smooth Criminal”?
¿Cómo reconciliar esas historias terribles con los beats infecciosos y los movimientos fuera de este mundo de un prodigio que levantaba una mano enguantada de blanco al cielo, mientras con la otra tocaba sus genitales en un paso de baile? Al poner en duda los testimonios de Wade Robson y Jimmy Safechuck (las voces de Leaving Neverland), ¿estamos tratando de proteger a un dios o estamos ejercitando esa ceguera voluntaria tan parecida a la fe para seguir disfrutando sin ningún remordimiento de “Billy Jean”, de “Thriller” o de –ojo– “Smooth Criminal”?
Una versión de este texto fue publicada en la edición impresa de la Revista Open del mes de abril