No puedo dejar de ver los titulares de los periódicos y pensar en lo patas arribas que ha estado todo siempre. Que no es lo mismo un terremoto en un país como Chile que en uno como Haití, que cuando las cosas están jodidas dan más de sí para estar siempre peor. Y que justo en momentos como estos haya un poquito de luz para mi vida llena de incertezas pues no deja ni de asombrarme ni de maravillarme en cantidades iguales. Obvio no dejas de pensar que mientras menos tienes menos necesitas y la filosofía Virginie Despentes de dejar siempre vacío el auto que no tengo por si fuerzan la cerradura no haya nada que llevarse, claro que ella se refería a soltar el cuerpo en una violación sexual, y no creo que algo de eso ande yo necesitando.
El caso es que después de mi sabático forzoso, vuelvo a las andadas laborales formales, que ni la piratería ni la prostitución han sido nunca lo mío. Ni siquiera cuando tuve la edad para eso. En cierto momento me di cuenta que eso de vender la mercancía es una cosa más de temperamento y estómago que de ligereza moral, de la que puedo ser fan pero que nunca es suficiente cuando en realidad lo de uno es el esnobismo.
Es como todo. Por ejemplo, en mi búsqueda de nuevos horizontes vocacionales fui capaz de hacer de niñero por una noche y no es que sea lo más difícil del mundo -que no lo es- pero que tortures tu vejiga por el temor a dejar sólo al escuincle y que se caiga por el balcón del cuarto piso puede que sea buen argumento para una película de Von Trier o Julio Medem, pero no algo que podrías en tu curriculum. Ahí me quedó claro también que la paternidad no es lo mío, que eso de colgar tu autonomía en el clóset hasta que el chamaco sea aceptado en alguna universidad no está programado en mi ADN.
Lo que sí debo reconocer es que me fascina la tiranía infantil. Más bien la envidio, porque no es fácil ejercer impunemente esa tiranía cuando tienes más de 3 años, aunque hay mujeres que siempre encuentran la forma, hay que admitirlo, aunque para eso tengan que pagar una factura demasiado gorda.
domingo, febrero 28, 2010
jueves, febrero 11, 2010
Guionistas vs realidad
Por mucho tiempo mi programa de televisión favorito fue E.R., que pasaba (y creo retransmiten) en un canal de la WB. No lo ví desde el principio, pues creo que fueron más de 13 temporadas, pero cuando me enganché a él fue cuando me topé con el personaje de la enfermera Abby, una alcohólica recuperada, hija de una madre bipolar y hermana mayor de un piloto militar con el mismo padecimiento. Esta misma enfermera divorciada, después de acostarse con media sala de emergencia se convierte en una excelente doctora y en la dueña de las quincenas de un croata para chuparse los dedos. Como el mismo Kovac lo mencionó en su prematuro fling con el personaje, Abby no es tan bonita para ser tan problemática. Y tenía razón, aunque al final terminó casado con ella y haciéndole un chamaco, incluso perdonándole una infidelidad.
Antier que me llevaron por primera vez a una sala de emergencias trataba de imaginarme las historias de la gente que pasaba, del que me empujaba en una silla de ruedas preguntándome mi estatura, del doctor y su diagnóstico express, de la técnico en rayos equis que me ayudaba a quitarme el pantalón y a colocarme correctamente en el aparato, del que me decía desde la cabina que no respirara y levantara los brazos aunque el dolor apenas me lo permitiera, de la enfermera que insertaba la aguja en mi vena dorsal para administrarme suero y de aquella que me masajeaba el glúteo para inyectarme algo que parecía concentrado de agua de jamaica, de la secretaria que entra a pedirme mis datos una vez que vocea a algún familiar que brilla por su ausencia.
Yo asumo el papel estoico, pensando en aquel capítulo en que James Woods hizo de paciente parapléjico. Pero la elección no es aleatoria, con una contractura muscular como la que traía yo, no convenía hacerla mucho de pedo con eso del método y la sobreactuación. No estaba en juego un Emmy sino mi propio bienestar. Y yo seré muy protagónico, pero de tonto nadita.
Durante el período de observación, escucho como a unos metros de mi una señora grita de dolor por un medicamento aparentemente mal aplicado, también se escucha el sonido de aviso de un messenger y una estación radial popular. Con las pláticas y el andar de las enfermeras alacanzo a distinguir el diálogo entre un doctor y una señora de 95 años que no tiene ni diabetes ni hipertensión y que seguro sus visitas a emergencias son el equivalente a retocarse el tinte en las raíces. Intento adivinar el color aplicado a sus canas cuando pasa en la camilla con un tobillo enyesado y me pregunto si hay algún motivo para que el doctor le hable tan alto, cuando ella responde con voz modulada normalmente. Sus pantunflas son parecidas a las que dan en los hoteles de muchas estrellas, azul marino con un escudo dorado.
Calculando los movimientos, intento alcanzar mi celular para ver un mensaje de entrada pero desisto. De pronto me doy cuenta que no es la primera vez que estoy en una sala de estas, mi recuerdo es tan vago que sólo alcanzo a divisar a una enfermera salvaje cosiendo mi paladar de 10 años como si fuera yo de mezclilla. Mi memoria salta unos 5 años atrás, cuando una olla en ebullición cayó por un costado de mi cuerpo y pasé varios días vendado sin saber siquiera lo que era Halloween como para encontrarle el chiste. Recuerdo las ámpulas, el olor, pero es tan lejano que sino fuera por el rostro aterrado de mi madre juraría que le pasó a alguien más. Nunca he dudado de su amor, pero si alguna vez necesito reconocerme en unos ojos será en los de Ella.
En algún momento iba a decir que a la realidad le falta la buena edición y música de E.R., pero enciendo mi iPod y espero a que el valium haga su efecto con la seguridad de que despertaré mejor al siguiente día. Y que llamaré a mi madre una vez que esté totalmente recuperado para contarle todo como una broma. Justo como lo que no fue.
Antier que me llevaron por primera vez a una sala de emergencias trataba de imaginarme las historias de la gente que pasaba, del que me empujaba en una silla de ruedas preguntándome mi estatura, del doctor y su diagnóstico express, de la técnico en rayos equis que me ayudaba a quitarme el pantalón y a colocarme correctamente en el aparato, del que me decía desde la cabina que no respirara y levantara los brazos aunque el dolor apenas me lo permitiera, de la enfermera que insertaba la aguja en mi vena dorsal para administrarme suero y de aquella que me masajeaba el glúteo para inyectarme algo que parecía concentrado de agua de jamaica, de la secretaria que entra a pedirme mis datos una vez que vocea a algún familiar que brilla por su ausencia.
Yo asumo el papel estoico, pensando en aquel capítulo en que James Woods hizo de paciente parapléjico. Pero la elección no es aleatoria, con una contractura muscular como la que traía yo, no convenía hacerla mucho de pedo con eso del método y la sobreactuación. No estaba en juego un Emmy sino mi propio bienestar. Y yo seré muy protagónico, pero de tonto nadita.
Durante el período de observación, escucho como a unos metros de mi una señora grita de dolor por un medicamento aparentemente mal aplicado, también se escucha el sonido de aviso de un messenger y una estación radial popular. Con las pláticas y el andar de las enfermeras alacanzo a distinguir el diálogo entre un doctor y una señora de 95 años que no tiene ni diabetes ni hipertensión y que seguro sus visitas a emergencias son el equivalente a retocarse el tinte en las raíces. Intento adivinar el color aplicado a sus canas cuando pasa en la camilla con un tobillo enyesado y me pregunto si hay algún motivo para que el doctor le hable tan alto, cuando ella responde con voz modulada normalmente. Sus pantunflas son parecidas a las que dan en los hoteles de muchas estrellas, azul marino con un escudo dorado.
Calculando los movimientos, intento alcanzar mi celular para ver un mensaje de entrada pero desisto. De pronto me doy cuenta que no es la primera vez que estoy en una sala de estas, mi recuerdo es tan vago que sólo alcanzo a divisar a una enfermera salvaje cosiendo mi paladar de 10 años como si fuera yo de mezclilla. Mi memoria salta unos 5 años atrás, cuando una olla en ebullición cayó por un costado de mi cuerpo y pasé varios días vendado sin saber siquiera lo que era Halloween como para encontrarle el chiste. Recuerdo las ámpulas, el olor, pero es tan lejano que sino fuera por el rostro aterrado de mi madre juraría que le pasó a alguien más. Nunca he dudado de su amor, pero si alguna vez necesito reconocerme en unos ojos será en los de Ella.
En algún momento iba a decir que a la realidad le falta la buena edición y música de E.R., pero enciendo mi iPod y espero a que el valium haga su efecto con la seguridad de que despertaré mejor al siguiente día. Y que llamaré a mi madre una vez que esté totalmente recuperado para contarle todo como una broma. Justo como lo que no fue.
jueves, febrero 04, 2010
Fig/suras
Llueve. La ciudad es una enorme pista de baile y los danzantes se deslizan como en película muda, apresurados y teatrales. La sensación de humedad, el olor de los árboles y el reflejo en el suelo de un submundo de figuras distorsionadamente bellas pone a cualquiera de buen humor. No veo muchos paraguas en la calle, si acaso gorros y abrigos pesados recibiendo gustozos un invierno tardío, esquizofrénico. A pesar del panorama real, esto no parece un escenario apocalíptico sino una fuga estética a la que todos hemos sido convocados...
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