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Hoy, hace 16 años, en medio de mi clase de italiano me enteré de la muerte de Luis Donaldo Colosio por los gritos histéricos de Tere, una de mis compañeras: una clásica señora de clase media cuyas anécdotas socio-pintorescas cubrían a veces más de la mitad de nuestras clases de conversación. Por supuesto, la encantadora madrota lo único que sabía decir en la lengua de Dante era
grazie o
buona sera, pero la verdad es que sus historias eran tan jugosas y contadas con tanta gracia que maestra y alumnos pasábamos por alto el despropósito. Ese día entró como escapada de Las Troyanas, anunciando la noticia como quien divulga la pérdida de un hijo en medio de telenovela mexicana. La clase -obvio- se acabó y la sensación de desamparo no sé si sería la misma que cuando murió Luther King o Kennedy, pero seguro se le parecía. La vomitona de especulaciones empezó ese día y es hora que no se acaba. La precursora de la desinformación y la melodramatización de todo la inició Talina Fernández, una conductora de televisión canónica de un parecido preocupante con la mujer que nos dio la primicia sangrienta. Con alarde de histrionismo y muy poco profesionalismo, la Fernández vociferaba al teléfono con otra momia televisiva, Jacobo Zabloudovski, lo que aún no era noticia oficial: la muerte del candidato del PRI, un sonorense con ínfulas mesiánicas cuya cabeza se atravesó en el camino de algo mucho más grande que una bala. El conductor fue la réplica perfecta con su rostro de espasmo y un torpe intento de guardar la compostura, acorralado entre cables y almidón.
Ese fue el cierre de un ciclo, el final de la inocencia para mucha gente (incluyéndome) y el principio de lo que muchos creímos era la agonía de un mafioso partido político que nos ha demostrado una capacidad de regeneración envidiable… y aterradora.
Poco después yo cambié de lugar de residencia y en medio de una revolución de declaraciones, teorías que se diseminarían como puestos ambulantes y que generarían riqueza y prestigio a quienes supieran aprovechar la coyuntura, nos topamos con otro evento que provocaría una conmoción casi del mismo impacto: el asesinato de Selena. Yo, igual que la mitad del mundo, apenas y sabía quién era esa mujer cuando ya un amigo me regalaba su teoría conspiradora al ver las noticias en los
lockers de los baños de la calle 10: según él, Ana Bárbara -otra cantantucha grupera de mediana popularidad- había mandado matar a su principal competencia… yo no sé si reí por la descabellada idea o porque venía de una Agatha Christie velluda, en toallita percudida y sandalias azules de 10 pesos.
Ayer que pasaba por las instalaciones de la fundación Colosio y hoy que me bombardeaban con una selección cansona de los éxitos de Selena me decía a mi mismo que los caminos a la gloria se labran igualito que como escribe Dios: en renglones torcidos.