Foto: Alfonso Lorenzana |
Un par de manzanas se convirtieron en el epicentro de un pequeño grupo que nunca supo, ni quiso, diferenciar entre el entretenimiento mundano y el activismo social. Empecé a colaborar escribiendo y diseñando para el periódico Frontera Gay en una computadora que sonaba como cafetera y que se resistía a correr el Page Maker y el Corel Draw al mismo tiempo: en el primero armábamos el periódico y en el segundo la publicidad. Luego formábamos los originales en papel para mandarlos a imprenta. El proceso era arcaico incluso para entonces, pero ver cómo el resultado de los desvelos de Max corrigiendo textos, míos diseñando a la carrera y de Óscar Soto lidiando con los anunciantes y distribuidores, eran apreciados por los lectores le daba sentido. Yo acababa de salir de la universidad y tenía mi primer empleo de tiempo completo en un diario del grupo OEM del que varios días a la semana me iba al Café Emilios, nuestro centro de operaciones, en el que se juntaba un grupo de trovadores encabezados por el dueño del lugar, un importante activista de la lucha contra el Sida en ese entonces y entrañable personaje de la fauna local, fallecido hace algunos años.
Podría culpar a ese café y al machacón sonsonete de guitarra mal afinada mi desdén por la trova, pero mi sentimiento tiene raíces más lejanas: mis hermanas mayores eran fans de la trova cubana (los silvios, los pablos, los zitarrosas y los amauris) y yo me pasé la infancia tardía y la adolescencia temprana con esas letras rebuscadas dentro de mi cabeza apenas registrando lo que realmente decían con el poco entendimiento que mi revolución hormonal permitía en ese entonces. Como es comprensible, para mi no era nada inspirador tratar de editar un texto o de armar una página teniendo de fondo esa música autocomplaciente y repetitiva, pero llegó el momento en que las pláticas, las discusiones y las carcajadas entre nosotros y otras visitas regulares que fueron formando un núcleo operativo a veces disperso, pero que se mantuvo por varios años como el eje de una vida alterna donde pude hacer una familia lejos de la biológica que veía cuando mucho una vez al año.
Durante más de siete años pasamos de hacer un pasquín de distribución limitada pero con un público cautivo en la ciudad y cruzando la línea fronteriza a organizar ciclos de cine y hasta un festival de arte y cultura donde la diversidad sexual era el tema que aglutinaba toda una estrategia informativa y sensibilizadora que nació de la mente ágil e inquieta de Max, quien tenía ya vasta experiencia como activista en los inicios del movimiento de liberación homosexual en los ochenta en la Ciudad de México, mientras estudiaba la carrera de Antropología Social en la ENAH. A él no le gustaba mucho hablar de esa época, si acaso nos contaba anécdotas pero nunca se regodeó en la nostalgia. También nos contaba poco de sus dos años de residencia en San Francisco, pero siempre aseguró haberse enamorado del caos de la Tijuana de principios de los 90 desde la primera vez que la vio.
La coincidencia de intereses fue ganadora y la facilidad de Max para relacionarse con personajes de las artes, la cultura y la política local y nacional nos permitió conseguir financiamientos de diferentes frentes para realizar el festival y algunas ediciones quedaron mejores que otras, pero el mayor logro que tuvimos fue la presencia y el respeto de la comunidad cultural de la ciudad, a pesar del evidente sesgo de nuestras propuestas. Gente talentosa y progresista de danza, de teatro y de artes plásticas fueron nuestros principales aliados en una época que yo llamo de esplendor para Tijuana, que empezaba a ser vista como un epicentro interesante de discursos transfronterizos y una potencia cultural importante en el país.
Entre todos esos proyectos yo tuve mis primeras relaciones amorosas y me movía como pez en el agua por zonas de riesgo del cuadro céntrico de la ciudad acompañado de Oscar, Max y a veces de mi pareja en turno. Cambié de trabajos fijos, pero seguí trabajando en mi tiempo libre con el grupo y pocas veces resentí los desvelos pues para mi esa era mi escuela nocturna, mucho más estimulante que la misma universidad y con la guía apenas perceptible de un Max en su elemento, lleno de proyectos y optimista del futuro, compartiéndonos lecturas, discutiendo temas del momento y riéndonos de las guerrillas internas al interior de partidos y movimientos sociales como quien se engaña creyendo ver los toros desde la barrera.
Hasta que la realidad nos alcanzó y a mi me surgieron de nuevo esas cosquillas en la planta de los pies. Mi enamoramiento de Tijuana empezaba a ser insuficiente y decidí un día --así repentinamente-- dejar un buen trabajo y arriesgarme a comprobar esa sentencia invariable que Max decía que cumplía la gente gay: darme cuenta de la existencia del amor verdadero mientras me alejo de él en el asiento trasero de un taxi.
Aún no sé si un día me arrepentiré de haber dejado esa ciudad que amé y de la que aprendí tanto, pero si algo me pesa profundamente de mi última visita es no haber visto por última vez a mi amigo Máximo y poder ponerle el nombre impreciso de despedida a ese abrazo que nos quedamos debiendo.
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