Mientras pelo ajo y parto cebolla, pongo la lavadora y chateo a un ritmo envidiable. Pienso lo buena mujer que sería, porque tratándose de joder (o hay algún otro propósito en la vida) llevaría yo al género hasta sus últimas consecuencias, agotando todas sus ventajas hasta convertirme en esa fémina indeseada hasta en una cárcel de mujeres.
Pasaría por la etapa de ama de casa cosmopoluapan que llora al lavar los platos y canta arias de Puccini al planchar las camisas manchadas de labial -Avon- del marido y que luego se desquita con sus amigas en la reunión semanal haciendo comentarios casuales pero sistemáticos de cortes de pelo, tintes y lipoesculturas (¡Mujer, eras un Botero y quedaste hecha un Soriano!). Cuando todo estuviera armónico y el vino tinto las volviera a todas una manta de feminidad reconciliada, anunciaria el fin de mi matrimonio (y por ende la certeza de la caducidad de esa santa institución), tranquilizándolas al aclarar que el divorcio no es una opción, pues justo cuando el matrimonio se acaba empieza la diversión. El juego de ver quien hace más infeliz al otro es muchísimo más interesante e intelectualmente complejo que el sobrevalorado ajedrez.
Mientras sazono la salsa de tomate y estoy a punto de echar el caldo de la sopa disfruto con la idea de sacarlas de quicio al decirles que estoy considerando experimentar mi lado sáfico (abrazar entre mis piernas al amor anti-natura, pues sólo algo en contra de la naturaleza tiene posibilidades de éxito), pero seguro ellas me informarán que la única que no tiene un trailer escondido en el clóset he sido yo y yo suspiraría por esa parte inocente que dejaba de existir en mi... Aquí es donde echo las tortillas en aceite hirviendo.
Al agregar la sopa y preparar las guarniciones decido que la mejor idea sería embarazarme de inmediato para diseñar la perfecta venganza que florece a los nueve meses, ensangrentada y viscosa. Para luego educarla en La Palabra, preparándose desde niña a ser premiada al anunciar su matrimonio con una casa de interés social como monumento a la responsabilidad, sin oportunidad para quejarse y sólo agradeciendo cada día la bendición de poder contar aún con su santa madre, quien recibe gustosa el bastón de mando para jugar a las marionetas cuando ya ha sobrevivido a varios cánceres (aún luchando contra el del juanete), jura no volver a dejar de fumar y adora torturar a su yerno casi tanto como jugar ping pong con la frágil salud de la consuegra.
Doy el primer sorbo y compruebo que fue buena idea sustituir la panela con el queso gouda. De pronto tengo claro algo: no sé qué me depare el futuro, pero si de hubieras se tratara de poder parir, me quedaba a vivir aquí . Y aquí es onde declaro oficialmente ofendido al género.
1 comentario:
ofender al género? Como si él no nos ofendiera a nosotr@s
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