Al parecer no hay balazos ni granadas que detengan el espíritu navideño. Una ciudad en estado de sitio donde sus ciudadanos hacen como que se asombran al tropezar con un cadáver para luego seguir con el frenesí consumista agradecidos de tener más cuerpos y anécdotas que contar en la sobremesa, antes de abrir los regalos bajo el arbol de navidad.
Y habrá una madre que se tire de los pelos al saber a su retoño en la calle, ignorando seguramente que lo que el chamaco compra es otra clase de dulces y que la guerra que se libra allá afuera es justo para asegurar que ese comercio siga pujante, que la diversión llegue a su destino sin importar lo que se atraviese, aún si se trata de sistema podrido en busca de una redención eternamente anunciada que se niega a reconocerse en el espejo como el enemigo real.
No es gratuito que las granadas caigan en juzgados y comisarías ni que alguien tome de rehén a un Walmart entero con todo y amas de casa desesperadas dentro, agarrandóse el pecho con sus uñas decoradas y ansiosas por haber dejaron el horno encendido. La realidad tiene la mala costumbre de atravesársele a la gente envuelta de absurda imitación de la televisión. Y yo, la neta-la neta, prefiero la tele.
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