Cada vez que subo a un avión pienso en la muerte en chachitos estilo el capítulo piloto de Lost. Por una extraña razón casi siempre me toca viajar a la altura de las alas y siento el vibrar de los motores encenderse, presto atención a cada sonido esperando detectar el momento que desencadena el desastre y sonrío después de imaginar mi cuerpo hecho pedacitos, brasas mezclándose con los demás a la inversa de como evito rozar con la gente al pasar por una multitud, como si el sólo contacto pudiera contagiar la estupidez, la indolencia o el mal gusto.
Frente a mí se encuentra una familia entera: la madre, cuidadosamente maquillada, lee un manual cristiano de comportamiento y uno de sus hijos hojea lo que juzgando por la portada parecería un libro punk a juego con su outfit y sus pins pseudo-anarquistas. Al rato alcanzo a leer una frase destacada que dice algo sobre cómo evitar caer en las tentaciones del mal. Supongo que en ningún capítulo el libro de autoayuda adolescente habla sobre las tentaciones de la moda.
Volteo a mi alrededor y parece que hicieron casting de pasajeros, todo medio agüerado, como para comercial veladamente fascista. No puedo dejar de pensar que la señora que viaja al extremo de mi fila -gordita, morena y sencillita- es la nana de alguno de los niños de la fila delantera pero me resisto a preguntarle.
En las telenovelas, las nanas son metiches, hablantinas y son consideradas como de la familia. Eventualmente resultan madres biológicas de algún galán teñido, pero aquí sólo veo distancia, sumisión y una especie de incomodidad cuando es atendida por la sobrecargo, con quien comparte más rasgos étnicos.
Imagino el modo en que la muerte se reiría a carcajadas de esas diferencias, poniendo los restos que sobrevivan a la explosión encima unos de los otros sin importar su origen y color, formando con su amalgama de carnes y vísceras un hermoso cuadro influenciado por la rabia de Pollock.
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