...y todo lo que hay es un villancico.
Él aprendió que era mejor pagar que dar las gracias. Cada vez que algún muchacho le miraba asombrado -o indignado- por sus urgencias, sacaba un billete que hacía levantar aún más la ceja del incauto. A veces funcionaba, pero le sorprendía que este mundo supuestamente tan materialista tuviera esa mirada acusadora cada vez que ofrecía dinero a cambio de un vistazo a unos genitales jóvenes y, si acaso, un poco de contacto físico. No mucho, que su cuerpo no estaba para esos trotes.
Tenía la sensación que su libido tenía mucho tiempo atrapada en ese costal de huesos a punto de romperse, pero tampoco tenía tiempo de lamentarse demasiado y nunca como ahora agradecía el buen estado de su visión, aunque a su memoria jugaba a ignorarla. Las escenas de su matrimonio y sus hijos las ponía on hold mientras en el mingitorio estaba a la caza de esas vergas que en su juventud fueron la encarnación venosa del demonio, pero que ahora necesitaba casi tanto como el bastón para sostenerse en pie.
Su edad, su bastón y la dignidad con la que aprendió a vestir su vejez lo ayudaba para evitarse problemas con la gente de seguridad, que incluso cuando lo llegaban a ver hincado y sumergido en una bragueta lo dejaban en paz, como si la idea de un abuelo en ese tipo de prácticas sexuales fuera inconcebible y hacerse de la vista gorda equivalía a ayudarle a cruzar una calle congestionada.
Esa invisibilidad, que al principio le incomodó, empezó a agradarle. Sólo evitaba compararla con la muerte y cuando esa idea se colaba por su mente se decía a sí mismo con una sonrisa desdentada: los muertos no toman leche.
Él aprendió a hacer blanca su navidad.
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