Este blog corre el riesgo de convertirse en uno de obituarios. Se muere Robert Altman, subo una semblanza de él. Se muere Raúl Velasco, subo un mala-lechoso perfil del ex patrón de la chacha más poderosa del medio del espectáculo. No he escrito nada de Valentín Elizalde porque sólo recuerdo su trompita de lepe regañado, porque esa voz irritantemente casposa nunca la soporté. Verlo a él equivale a ver el Umplugged de Ricky Martin: con el nunca mejor ponderado MUTE.
Pero en el mes de aniversario de la muerte de mi padre (que para nadie es una celebridad como para su familia) me despierto con la noticia de la muerte de Augusto Pinochet y lo escucho en una entrevista grabada diciendo que los miles de muertos durante su larga dictadura en Chile no significan nada con los logros que alcanzó su administración (logros que tuvieron que ver con la privatización de paraestatales y el desempleo de cientos de miles de chilenos, pero que en números macroeconómicos que sólo importan a quienes tienen macro-cuentas en los bancos que, es verdad, reactivaron la economía y fortalecieron una clase media autocomplaciente y endémicamente miope, como la mexicana o cualquier otra). El fiambre hace el símil de la herencia de un abuelo (un anillo) a un miembro de la familia que significa un desencuentro con los demás, pero que con el tiempo se les olvida, hasta que alguien en una reunión posterior se le ocurre mencionarlo y la herida se vuelve a abrir.
Desafortunadamente para las analogías del dictador, un anillo no equivale a la muerte de una sola persona, ni mucho menos a la incertidumbre de miles de familias que nunca supieron el paradero algunos de sus miembros, quienes tuvieron la mala idea de contradecir los postulados de quienes accedieron al poder por medio de la violencia.
Nunca he deseado mal a nadie, esta es mi primera vez, canta el grupo chileno Los Tres, en una de las mejores canciones de corte político que he escuchado. Y aunque no es cristiano desearle mal a nadie, tampoco lo es mandarlos matar y aunque la historia de Cristo es una épica gore (como acertadamente ilustró Mel Gibson), no creo en la sangre como sanadora emocional de nuestros dramas personales, pero muchas veces la rabia es el último reducto de humanidad que nos queda cuando se nos ha arrebatado todo y el odio no es más una mondeda de dos caras.
Yo brindaría con gusto con los chilenos si Pinochet hubiera alcanzado a vivir para pagar cabalmente sus culpas, bajo el rigor de la ley que él mismo manipuló a su conveniencia para asegurase impunidad vitalicia. Su muerte es otra estrategia dilatoria para que, otra vez, al igual que en México y otros países de Latinoamérica la justicia siga siendo una asignatura pendiente.
1 comentario:
Pues parece que la justicia dobla las rodillas ante la senil imagen de los dictadores.
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