Las malas noticias siempre buscan la manera de expanderse -envidiosas de los fuegos artificiales en celebraciones patriotas- de esparcirse como petardos dando en blancos insospechados. Si estuvieran prohibidas, tal vez no habría noticias, pero no es lo mismo leer lo que ya todos sabemos (que este país se va a la mierda) a que te llegue de primera mano la nueva de que tus amigos están sufriendo la pérdida de alguien a quien uno conoció y que forma parte de la galería de personajes de nuestro pasado inmediato.
Y pensar aliviados que al menos ellos no estarán para atestiguar el desastre no es suficiente, porque uno sabe, uno comparte esa necia ansiedad de vivir que hasta el último momento defendieron ellos, quienes de pronto se vieron ante el hecho irrefutable de que la necedad no es suficiente, que llega un momento para claudicar.
A uno sólo le queda desear que haya sido el momento preciso, el indicado, el que esperaba esa persona y tuvo la oportunidad de planear su escenario final, con los personajes importantes de su vida esforzándose por poner su mejor cara: la forzada espontaneidad, la sonrisa condescendiente, la lágrima agazapada, el abrazo solidario. Todo en pos de la errática convicción de que todo ese tiempo valió la pena.
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