Condenado a muerte, pero sin arrastrar cadenas cantando una especie de cumbia como la Méndez. Cero inquisición y sobreproducidos escenarios.
Yo, condenado a muerte por quien sabe cuántos pecados (creo que sólo me falta tachar el de la avaricia), preocupado por cómo vestir para recibir mi castigo.
Redundante como soy, eligo el rojo vino.
El escenario es entre apocalíptico y festivo, como película de Visconti.
No alcanza mi ego onírico para parecerme a Helmut Berger, pero sí para soñar una corte mortuoria parecida a las de Jodorowsky, pero sin cantar el fin del mundo se acerca yaaa, ni jesucristo nos salvaraaaaá...
Llego a la sala donde se llevará a cabo la ejecución como quien llega a dar un recital.
Una mujer sin capucha será la encargada de inyectarme un coctel mortuorio; es la madre de la víctima (nunca queda claro de qué, pero inocente yo no me siento).
Me amarran de manos y pies.
La mujer decide que es mejor ver la vena en directo y me corta el dorso de la mano con un pequeño sable.
Yo no siento dolor y me fascina ver mi mano partida en dos sin sangrar, como pieza de Hirst.
Sólo siento sueño.
Despierto como si nada.
No me siento muerto.
Si acaso un poco aburrido.
Sospecho que resucité al siguiente día.
Así es uno de ansioso e irrespetuoso con la numerología.
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