Dice John Waters -y coincido con él- que para tener buen mal gusto hay que saber primero lo que es el buen gusto. Esa figura retórica tan temida y referida a lo largo y ancho de nuestro espectro social tiene muchas acepciones, pero como cualquier convención y regla ha sido hecha para retarse, redefinirse e incluso -haciendo honor al referente- defecar en ella.
Y eso es lo que hace falta en las marchas gay (mal gusto abunda, pero poco del que es deliberado). Al menos juzgando por lo poco que he visto yo, que no soy muy afecto a ese tipo de manifestaciones y que ni siquiera tengo el referente del carnaval con el que tanto lo comparan, no sé si con afán denostativo o promotor, pero que levanta ámpulas en la piel de un evento que después de 30 años de edad no ha sido capaz de engrosar su piel ni su discurso entre festivo y rencoroso, saludablemente confrontativo pero un poco ciclado en una inercia que los activistas no han sabido -o querido- reorientar.
Supongo que no es tarea fácil cuando de lo que se trata es de reivindicar un asunto de libertad individual que, a pesar de todos los atisbos progresitas que decoran esta ciudad, aún levanta las cejas, frunce el ceño y asquea a la mayoría (aunque secretamente fascine). La homofobia en nuestro país y en buena parte del mundo es tan grande y persistente como el mismísimo muro de los lamentos del medio oriente (bastión homofóbicos por excelencia).
Una marcha que cada vez sorprende menos y que a lo más que puede aspirar es al espectáculo anual de una verbena a la que asisten patrocinadores oportunistas con el único afán de exprimir el orgullo por un día de una multitud debería replantear sus objetivos. Coincidir en una orentación sexual no te hace automáticamente solidario con el otro. O el hecho de tolerar y hasta festejar un día estilos de vida diferentes no te hace mejor persona los 364 días restantes.
2 comentarios:
¡Qué gusto! Al fin un poco de inteligencia. Así da gusto...
Saludos!. Eché un vistazo a tu blog de cine y me encantó.
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