Después de ver Una historia violenta, la última película de David Cronenberg me quedó una amarga sensación en el paladar, como cuando comes tacos de cabeza y por más que te lavas la boca es prácticamente imposible deshacerse de toda la grasa adherida a tu pared bucal.
Así de viscosa es la violencia, se adhiere a nuestros genes con mayor persistencia que cualquier otra cosa. El ser humano tiene a la violencia como la respuesta más genuina e inmediata, incluso más fuerte que el impulso sexual. Juntos son un combo por demás explosivo.
Hooligans, una película con Elijah Wood , pretende convencernos de que la violencia bien encauzada puede llevarte a ganar el respeto de los demás, gracias al nunca mejor ponderado amor a la camiseta de tu equipo de futbol favorito, convertido en templo inmaculado del machismo más romántico y estúpido (como si hubiera de otro).
Es evidente que la violencia como espectáculo ha permeado los productos culturales y el cine es el mejor ejemplo de esa tendencia. Cronenberg reflexiona, echando mano de las mismas reglas del thriller de acción, sobre las repercusiones políticas de dicha violencia. La familia Stall es el microcosmos de un país que se sonó bueno y generoso pero que se encuentra con el agua hasta el cuello, sin salida aparente y sin más remedio que aceptar al enemigo como líder: unirse al bully de la clase como estrategia de supervivencia y vivir esperando con temor el momento que esa decisión se vuelva en su contra, exorcizando sus demonios vía la xenofobia o metiendo la cabeza en la tierra como la avestruz.
Y de pronto, en el momento en que se pretende revivir a Rambo y su parafernalia intervencionista de Terrorismo de Estado, una película como Brokeback Mountain se gana el corazón de la crítica y el público que en otras circunstancias no habría ni volteado a verla la pone en su lista de obligados, poniéndose el chaleco de la tolerancia sentimentaloide y la corrección política.
Suponemos que una película con temática homosexual nominada a tantos premios nacionales y ya ganadora en festivales internacionales debería servir como termómetro para medir la salud emocional del pueblo norteamericano... si tan sólo la película no cuestionara sólo la imagen ya desgastada del vaquero hipermacho y sus protagonistas no vieran condenado su amor al fracaso y uno de ellos fuera víctima de un crimen homofóbico... si tan solo no hubiera cierto placer oculto por el trágico destino de Jack y Enis del Mar disfrazado de buenos sentimientos.
El otro lado de la moneda es el hecho que una película como Jarhead, del británico Sam Mendes y protagonizada por Jake Gyllenhaal (el mismo Jack de Brokeback...) fue prácticamente ignorada por crítica y público pues la referencia bélica es mucho más inmediata y el fenómeno avestruz se hace presente.
Ningún norteamericano parece querer ver cómo el intervencionismo de su país ha convertido en un desastre no sólo sus relaciones con el mundo entero sino la salud mental de sus ciudadanos, convirtiendo a cada uno de ellos en una bomba de tiempo, en su peor enemigo, en el soldado que -en cada hijo- Dios les dio.
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