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Tampoco me maravillaba tanto el clima y que sus calles estén diseñadas para que un lado de la acera sea soleado y el otro dé sombra, o si la población iba (y evidentemente sigue yendo) a la Plaza Central a ligar, como en cualquier otra plaza pueblerina, o si la Catedral es la única en el mundo que está dedicada por entero a Jesucristo y sus vitrales fueron traídos desde Italia, o si los franciscanos o las enclaustradas o si el café y los churros ésto y lo otro, o que si más de la mitad de su población vive de las divisas que manda la otra mitad del estado que vive en Chicago, Boston o NY.
Incluso me puede pasar de largo que la ciudad sea una de las más limpias que he visto y que los devotos caminaran hasta el santuario Guadalupano por todo el andador de piedra con pencas de nopal atadas a las rodillas pa'más inri (prerrogativas de la fe y distorsiones estéticas del SM) y que sus actuales habitantes tengan una admirable dignidad que hasta los pocos preggers que vi parecían entonar con la arquitectura de la ciudad. No me importa nada (dijera la Cazals), lo único que quería era ver ese corazón guardado en formol, precursor del -ahora en boga- arte objeto. Un corazón no tendido al sol sino huyendo de él, encerrado en un recipiente, desprendido de su dueño y latiendo en retrospectiva.
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