Por más que me oponía al destino, el día del concierto de Madonna llegó y yo ya tenía el boleto en mi mano. Los detalles de cómo lo conseguí me los ahorro pero cabe aclarar que no tuve que hacer ningún favor oral a nadie, aunque estuve más que dispuesto a hacerlo una vez flanqueado por una ansionsa multitud que no dejaba pasar al vendedor de cerveza. Y uno, como la esperada diva pop, también necesita lubricarse, aunque en diferentes áreas -afortunadamente.
Después de chutarnos una sesión electrónica de un tal Paul Oakenfield que pareciera sacado de un antrucho de la Zona Rosa regentado por Tito Vasconcelos, y ante la impaciencia de mis acompañantes sonoguachos que le gritaban ¡"Ya sal, mamacita. Así como estés"!, la madre de tres y putativa de una multitud de más de 50 mil personas salió, abierta de patas (a los 50 eso tendría que regularse), sentada en su trono y cantando la canción que dá título a su último disco (uno de los más regulares de su carrera) mientras ondeaba un bastón, no sé si como guiño a su edad o por verdadera necesidad de soporte.
La tipa será muy sticky, pero de sweet no tiene ni el labial. Es más bien una madrota que jamás dice please y ordena a diestra y siniestra, entre pasos de unas coreografías que serían la delicia de una clase extendida de aerobics o kickboxing. Negada a ceder su estafeta, la diva se apoya en todo lo que ahora suena cool (Pharrell, Kanye, ¿Britney?, Justin) y le imprime su sello a riesgo de sonar fuera de lugar. Sus riesgosas propuestas escénicas (musicalmente nunca ha sido muy osada) cedieron su lugar a un espectáculo para disfrutar, sin rebuscamientos ideológicos y muchos aciertos estéticos, impresionando con su precisión y eficiencia.
Es admirable la energía de la mujer, incluso contagiosa. Salvo cuando se pone en plan Dama de la Canción interpretando You must love me como quien quiere demostrar lo que nadie le está pidiendo. Su mejor momento fue la versión guitarrera de su clásico Borderline, coreado por toda la multitud. También resultó bastante fastidioso su set gipsy con un montaje deudor de Emir Kusturica. Tengo la impresión que la mujer no distingue entre los folclores y asume que los mexicanos seremos felices viendo olanes y bailaores y oyéndola dándonos clases de su peor español. Ándile!
Más que satisfechos salimos junto con la multitud, borrachos, dando y recibiendo empujones y cantando las mañanitas en un taxi rumbo al centro histérico al cumpleañero de la noche. La seguimos en una fiesta quesque chic, de trago gratis y mucha pose. El numerito de las celebridades mezcladas con artistas y funcionarios de la cultura nacional, en un precioso recinto no fue suficiente para retenernos, así que nos fuimos a cantar a Timbiriche y demás retrocidades al antro que está a punto de ser insoportable por culpa de tanto cabaretito que no encuentra su norte desde que les cerraron su catedral. FIN.
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