--El mundo ahorita está de hueva. Dice un amigo en lo que nos sirven tres botes de Tecate Light, un plato con limones y un salero para compartir.
--El mundo está de miedo. Digo yo en lo que limpio el borde de la lata con una servilleta y me preparo un limón con sal para llevármelo a la boca.
Con tanto trascendentalismo en la conversación (saltando del tema del medio oriente al de la incertidumbre política en un país de ciegos donde los ciudadanos no caen en cuenta que el “objects are closer than they appear” del retrovisor de su auto tiene más implicaciones de las que quiesieran aceptar) ni cuenta nos damos del mensaje que estamos dando al pedir cerveza ligera en un bar rural donde los parroquianos comparten una caguama de una cubeta con hielo y destazan con los dedos callosos un pescado frito.
Ellos reparan en nosotros primero por el color de piel, después por nuestra indumentaria urbana y luego por que pedimos servilletas. Uno de ellos, levantándose la camiseta, empieza a tocarse el paquete por encima del pantalón cubierto aun de cal y voltea de vez en cuando a corroborar que lo estemos viendo. A mi me queda casi de espaldas, pero puedo ver por la mirada de mis acompañantes que la técnica está dando resultado y que si cualquier actitud anterior de nosotros no había significado nada, está trampa para mosquitos no deja lugar a dudas: somos los jotos del lugar.
La mesera nos atiende de buena gana y nos trae un plato con totopos grasientos cubiertos de verdura. Ella sigue candorosamente la letra de cada canción norteña que toca la rocola y sonríe coquetamente a cada piropo.
Pero su monopolio y la novedad que representa nuestra presencia se ve opacado por la entrada triunfal de una diminuta bomba sexual: una transgénero de cabello rubio y lentes oscuros, caminando con destreza y cadencia encima de unas plataformas blancas a tono con su blusa escotada que deja al descubiertos dos turgentes pechos de silicona tan brillantes como el labial rosa que cubre sus labios hinchados por lo que pudo ser colágeno genérico o alguna otra sustancia.
Ella puede lucir como El Hombre Elefante travestido, pero su actitud es la de una sobreviviente del cine de ficheras. Los hombres no dejan de verla cuando pasa de saludar de beso a la mesera y se dirige a sentarse sola en una mesa, tomándose una Tecate Light, igual que nosotros.
Un hombre enorme se le acerca y pretende tocarle los senos y ella lo detiene y le estrecha la mano con una actitud tan displicente como la de una Verónica Lake... de pronto todo se concentra en esa mesa y los demás pasamos a ser actores de relleno de un espectáculo bizarro intitulado vida real: la realidad imitando a la artesanía, el mundo de miedo o de hueva convirtiéndose en un pañuelo perfumado destinado a absorber fluidos más densos que el sudor de verano sonorense.
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