Para quienes dudaron de mi protagónico en esta especie de final de temporada de sitcom virtual, este viernes el feliz desenlace llegó solito a mi cama. Un desenlace con cara de reencuentro, un reencuentro esperado por varios meses de celulares perdidos y timing dislocado.
Y para quienes opinan que esto es un blog de autopromoción ahí van los detalles:
Llamada nocturna inesperada, seguida de afirmación sin parpadeo a la petición de visita trasnochada.
Make over de emergencia: meter la ropa sucia al clóset, medio ordenar la cama, cambiar de pijama, lavarse los dientes y esperar como naturaleza muerta a que aparezca el visitante, que tarda más de lo esperado pero llega con la ansiedad puesta en su lugar.
Apenas abro la puerta y manos y lenguas buscan su objetivo que podría yo describir con descaro, pero prefiero saborearlo en mi memoria.
El distanciamiento aumentó la intensidad al punto de querer -sin poder- quedarse a dormir. A mi su imposibilidad me alivia bastante: el amanecer con los amantes es la prueba de fuego y no quisiera correr el riesgo de echar a perder semejante garbanzo de a libra por un mal aliento o un ronquido. Y no es sólo eso, es también la insistencia de la luz en que las cosas adquieran otro matiz o se muevan en tal o cual dirección.
Es -por más cursi que se lea- equivalente a guardar esos momentos en una caja que se abre sólo para recordar los olores en el momento que los necesitas, porque tienes la seguridad que llegará el día en que todo lo que hay dentro se evaporará. Para mi su olor es como las cartas perfumadas, amarradas con listones de colores que pondrían chinita a Barbara Cartland (claro que con personalidad múltiple, de Henry Miller a Xaviera Hollander sin peróxido).
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