Este fin de semana me gané el cielo -al menos por un ratito. Mi pedacito de nube llegó mientras esperaba cruzar hacia la Alameda Central para tomar el metro Bellas Artes. Llegó enjuto, con bastón y postura lerda, pero una sonrisa bien puesta. Me pidió que lo ayudara a cruzar la calle, me tomó la mano y al sentir su tacto cálido sonreí al recordar dónde había estado mi mano apenas unos minutos antes y me divertía la posibilidad de que el señor supiera y se apartara asqueado con la misma intensidad con que yo pudiera encontrar abyección en su vejez.
Mientras algunos conductores decentes -que no abundan- se detenían abriéndonos paso, el anciano comentaba del clima, el lastre del tráfico en la ciudad pero en ningún momento aprovechó el trayecto para quejarse de nada. Al despedirse me agradeció y me deseó buen viaje y me dijo Hasta Luego. No sé si lo suyo sea optimismo o certeza, pero me dejó una extraña sensación. Una que no sentía desde mi niñez.
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