lunes, enero 08, 2007

El devorador de deseos

Mucho se ha dicho ya de la dependencia de las personas a su teléfono celular. Hay quienes no lo sueltan ni para ir al baño, quienes lo usan de despertador o de confesionario, de sillón de sicoanalista o de mera diversión compulsiva, o todo esto junto.
Los mensajes de texto son un reto para la capacidad de síntesis y de abstracción. Hay quienes lo utilizan como señales de humo o como señuelos eróticos donde nunca se dice sino se sugiere. Mandar mensajes por celular es renunciar a la retórica y confiar -a veces demasiado- en la imaginación.

Por ejemplo, sería casi imposible para algunos postear desde el celular, aunque podría ser un ejercicio interesante para alguien con cierta curiosidad tecnológica. Yo no podría. No tengo celular con internet ni cámara fotográfica y aun así él me despierta y me mantiene en contacto con el mundo exterior, el que está detrás de la puerta blanca y que se extiende a distancias que no me tomo la molestia en contar, porque me convierte en un punto señalado en un satélite, un prisionero cuyo grillete llevo guardado en el pantalón (tampoco soy de fundas) y que a veces siento como un apéndice de mi cuerpo. Cuando lo olvido, siento que me falta una parte de mi y lo siento vibrar como aquellos que sienten comezón en la pierna que han perdido.

Cuando se descarga y no tengo el cargador conmigo, siento que estoy dejando morir a alguien y una angustia parecida a una comezón se apodera de mi, distrayéndome de mis tareas habituales. Sin embargo, me gusta mucho apagarlo, ignorarlo por las horas que pueda y así refugiarme en una isla de nubes donde nadie pueda encontrarme, pero luego vuelvo a él y su reacción es la revancha más dulce que cualquier escritor de ciencia ficción pudiera imaginar: me ignora, me dice que en ese tiempo en que yo me sentí el más extrañado del universo nadie se acordó de mi, que fui la estrella que se apagó y que nadie lloró y reta a que marque todos mis números para preguntarles si intentaron localizarme, quiero saber cuántos se preguntaron si estaría perdido yo entre mis sueños o si en un ataque de histeria arrojé mi teléfono al escusado.

Tengo un teléfono muerto en mi mesita de noche, enseguida de los libros y revistas que leo antes de dormir. Quiero comprarme una pecera, meterlo ahí y alimentarlo con mensajes y llamadas que nunca me atrevería a enviar... luego me levantaría cada mañana para ser testigo de su metamorfosis... Una idea cursi convertida en un monstruo devorador de deseos.

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