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La risa -como sanador lugar común- ha servido a lo largo de la historia para aligerar la carga dramática o contradictoria del comportamiento humano. Y hay gente que se gana la vida haciendo reír a los demás de miserias propias y ajenas.
Donald Trump (NY, 1946) y Rosie O’Donnell (NY, 1962) son dos ejemplos cercanos a lo paradigmático, tanto de éxito como de comedia. Sobre todo involuntaria: Donald y su peinado son descendientes de una familia anglosajona que vino a América a cumplir su sueño de prosperidad. Heredó de su padre -además de la calvicie prematura- un exitoso negocio inmobiliario que lo convirtió en dueño de medio Manhattan. Sus franquicias se han extendido (así como sus matrimonios) a otra clase de productos, siendo el más famoso su exitoso reality show: The Apprentice.
O’Donnell, de origen irlandés, fue descubierta como comediante -en un centro nocturno de Long Island- por un productor que la convenció de dejar la universidad y probar suerte en la televisión y el cine. Estuvo a punto de convertirse en una versión blanca de Oprah Winfrey (Mississippi, 1954), pero su carácter explosivo y una mala movida mediática se interpuso en ese camino. Decidió poner fin al secreto a voces de su orientación sexual, saliendo del closet en cadena nacional en uno de los programas más populares del momento: Will & Grace (años antes lo había hecho Ellen DeGeneres).
Como en un juego de ajedrez, y gracias a esa siempre eficiente estrategia de alimentar el chisme, Trump y O’Donnell se vieron envueltos recientemente en una controversia donde la descalificación, el insulto, la misoginia pero -sobre todo- la intolerancia salieron ganando. Todo eso que causa conflictos y desavenencias fue aquí como poner carne al asador para alimentar a toda la industria, impulsar la carrera de ambos. Sobre todo de la comediante, quien pasó de tener su propio talk show a ser la moderadora invitada de The View.
Cada uno cuestionó la calidad moral del otro y sólo lograron exponerse a si mismos como especuladores mediáticos, promotores de tabloides, reyes del gossip y ganadores a cualquier costo: él de una estrella en el Paseo de la Fama, ella preparando su regreso como titular a un programa de televisión.
Veremos cuántos escándalos más van a necesitar estos personajes para mantener el interés de una audiencia cada vez más errática e impredecible, aturdida frente a la democratización de la información y en proceso de depurar sus intereses, ahora que se puede hacer televisión a la medida.
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