Me he topado recientemente con la misma anécdota dos veces en medios distintos, pero iguales. La anécdota va de dos convalecientes en un hospital que comparten cuarto con otros más jodidos que ellos. Por azares del destino, a uno de los peronajes les toca ubicarse por suerte en una ventana que da hacia el mundo exterior, el de los saludables, donde la vida cotidiana no es atravesada por agujas ni catéteres.
La convivencia y el diálogo se convierten en un remanso sin ampollas y el afortunado enfermo frente a la venana se aboca a la tarea de describir a los demás el paisaje del que goza exclusivamente, pero que comparte efusivamente con los demás iluminando por momentos la habitación con historias de parques hermosos y cielos deslumbrantes, árboles, pájaros y familias perfectas completando la idílica postal.
Después, cuando la muerte hace su trabajo, nos enteramos por el siguiente afortunado colocado en el sitio de la ventana, que apenas se alcanza a ver un pedazo de cielo gris y que todo lo que domina en ese rectángulo hueco es un muro enmohecido.
En uno de los relatos, el orador era excombatiente que quedó ciego por una granada, en el otro era un anciano polaco devorado por el cáncer. En ambos casos, aquellos que escuchaban las historias y que veían a través de quien las contaba un mundo al que no tendrían acceso a menos que muriera el narrador, medían el placer del escucha con sus deseos irrefrenables de presenciar el momento en que una camilla se llevara al cuerpo inerte y mudo del infeliz para ver si -tocados por la suerte- podían ver ellos con sus propios ojos aquel espectáculo fabuloso que ofrecía un hueco abierto en una pared que daba a otra pared.
Cada uno enfrentaría el timo de diferente manera, incluso alguno que otro seguiría esa especie de tradición de la mentira piadosa convertida en género. La mentira como aventura, como la última broma de rostro cubierto con gorro negro jugada a quienes rezan al borde del patíbulo: La poética cruel como movimiento final antes de la estocada.
Que me haya topado dos veces con esa anécdota puede que sea una señal: Piglia la utiliza en uno de sus personajes para hablar del fin de las aventuras y el principio de la parodia y un chino intenta fabular (en un reportaje del suplemento de El País) con su historia de vida en un campo de trabajos forzado en la China reciente.
Para mi es una señal de que el cliché se escurre tanto en la literatura canónica como en el periodismo progre: el mismo que se le ocurre sacarle los trapitos al sol a un país con harta cola histórica que le pisen sólo en el año en que hospeda los Juegos Olímpicos y que festeja el desgarre de vestiduras de manifestantes a favor de la independencia del Tibet (lo cual no está lejos de defender a una mujer golpeada a la que le surten -según ella misma consta- sólo cuando se lo merece, en franco masoquismo zen) con harta candidez rojilla.
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