Con más de dos semanas sin apenas respiro, con el trabajo hasta el cuello y los demás proyectos aplazados hasta nuevo aviso, sólo hay espacio para sentimientos con mala reputación, como la envidia. Pocas veces he sentido tanta como esta última semana y supongo que tiene que ver con que toda esa energía negativa tiene que encaminarse de manera que no termine uno auto-envenenándose con su propia saliva.
Quién dijera que hasta en ver que el mejor especímen del lugar escoge al amigo de uno iba ser una prueba zen. Sí, aguatenzen. Ese es el dilema. Chinguenzen. Eso es lo que verdaderamente cuesta. Lo que queda es asentir sin que tu cara se descomponga, fingir que la ley de que gane el mejor es justa, aún cuando en el fondo te sientas mejor que la mayoría. Ese desajuste de personalidad imperdonable cuando para el sentido común dominante debías estar sintiéndote miserable cada día que pasa por no engrosar la fila de anxiolítico-dependientes o -la más agradecida- de los suicidas.
Por más envidia que le de a uno la pareja de quien pasa, o los Louis Vuitton originales paseándose en transporte público; o el libro que te morías por leer y que lleva una talla cero bajo su brazo endeble haciendo bulto con unas Harper's Bazaars o Marie Claires en las que aparece su rostro en portada; o el cutis rozagante de algunos después de la borrachera, cuando uno parece trapo de cocina recién exprimido... siempre hay una página blanca por llenar: una mirada en la calle, un guiño, un comentario en la fila del café, un dependiente pidiéndote el teléfono o una muestra de admiración por tu trabajo.
Pero -sobre todo- reconforta llegar a tu cuarto y no sentir el deseo de marcar el primer número en la lista para pedir ayuda sin tener claro en qué: como aquel personaje de La hora de la estrella que pide una pastilla para aliviar un dolor que no tiene claro donde ubicar y sólo alcanza a decir, tocándose el pecho: Aquí Adentro.
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