Hoy el departamento prácticamente se vació de colillas de cigarro y vasos desechables de café a medio ingerir distribuídos arbitratiamente a lo largo y ancho de la sala y el baño. Tampoco hay más ropa regada ni ceniceros rebosantes ni sonrisas adormiladas a mediodía ni música ochentera y carcajadas a cada ocasión que sonaba un celular, porque no dejaba de sonar su celular nunca. Llamadas a bocajarro de amigos, amantes, amigas y fans, familiares o acreedores múltiples que encuentran irresistible su optimismo genuinamente almodovariano. No sé que voy a extrañar más de este roomate, si todas esas cosas ya descritas o su televisor de pantalla gigante, su iMac G5, su futón azul, su lavadora y secadora o las veces en que no pude dormirme temprano por socializar con él y sus constantes visitantes, viendo películas hasta las 4 de la mañana o jugando Wii (bueno, al menos sé que no voy a extrañar ese oxímoron del autoengaño sitematizado).
Tienen algo de fascinante los departamentos vacíos. Me encanta abrir sus ventanas y dejar entrar todo el ruido al que diariamente procuro sacarle la vuelta. Me entretengo viendo como el viento helado de la mañana juega con un pedazo de papel y recuerdo el video que el protagonista de American Beauty (tan parecido a mi ex) le muestra a Thora Birch donde ejemplifica los vaivenes de la vida en la aventura de una bolsa de plástico contra el viento de otoño. Mejor me detengo aquí, antes que reconozca lo mucho que me identifico con ese personaje cuando se queda embelesado con la belleza inherente de la muerte del protagonista.
2 comentarios:
Los espacios vacíos son atrayentes, hay como un vértigo ahí.
Me gustó mucho.
Gracias, Ale! Y sí, tienen algo los espacios vacíos. Pero sobre todo porque algo hubo ahí antes.
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