En el fondo tal vez le tema a esa pequeña ciudad que se siente el ombligo de mundo aún siendo un punto perdido en la geografía nacional, no digamos internacional. Tal vez ese temor tenga que ver con los aspectos que más reconozco de ella en mi...
Una visita al cine puede ser tan reveladora como un tratado sobre comportamiento social: primero, sólo llegar y ver en la fila de la taquilla la postura tiesa e impasible de cada ciudadano, vistiendo la ropa de domingo para una actividad tan relajada como es el cine, asumiéndose el centro de un espectáculo de pasarela y viendo por debajo del hombro a quien se atreve a quebrantar esa ridícula regla de etiqueta pueblerina (como obviamente es mi caso).
Creo que uno de los principales problemas de esta gente es privilegiar la apariencia por sobre cualquier otra cosa de mayor consistencia, sumergiéndose en la arena movediza de la pretensión y el consumo borreguil, comparándose siempre con el de al lado y desaprobando cualquier desliz con un movimiento de cabeza imperceptible para quienes no forman parte del juego (como espero sea mi caso).
Desde el asiento de la cafetería, esperando a que salgan de la sala mis acompañantes, observo la dinámica de las parejas perfectas, aquellos de suéter idéntico que son inmediatamente señalados por otra que pasa de lado, las del peinado perfecto y la camisa fajada sólo de un lado, la del vestido de raso bordado con lentejuela y canutillo, el de quien apenas disimula con la novia al brazo las miradas de deseo hacia el novio de la de adelante, los adolescentes en grupo presumiendo ring-tones o cámara digital o lo que sea presumible segúns sus parámetros.
Y eso fuera lo de menos, nimiedades sin mayor eco, pero justo en la película que acababa de ver tenía al lado a quienes no desaprovechaban ninguna aparición en pantalla de una pareja gay interracial para expresar un desprecio heredado, automático y enfático. La pareja (dentro de la película “The family stone”) ejemplifica el paradigma primer-mundista por excelencia, una convivencia sin fisuras evidentes, cariñosos y con la intención de adoptar a un bebé para confirmar que lo suyo es una versión de la familia cuya combinación es intolerable en un medio social que aplaude cualquier iniciativa tradicionalista, donde las bodas son el evento social más importante (de ahí el auge insospechado e insustentable del sector inmobiliario y las casas de moda) y la procreación el festejo más sublime.
Ahí me di cuenta de la importancia de las excepciones, de cantar fuera de tono, de desentonar en cualquier otra fórmula rancia y anquilosada, no como una acción revolucionara (no hacen falta héroes ni mártires) sino como una sistemática y apenas perceptible cachetada con guante blanco al status-quo.
Por eso muchachos, no es que me retracte y que el matrimonio y la postal forzada de la familia perfecta me parezca el único ideal plausible (yo, por ejemplo paso), pero invítenme a su boda queer (o gay, como quieran), a su bautizo queer, a su divorcio queer, a todo ese evento que -aún sin proponérselo- ponga en evidencia ante los demás que incluso para el ridículo podemos darnos permiso y ejercer nuestro derecho a hacer de nuestro culo (y el resto de nuestro cuerpo) un vistoso, discreto -o comosea- papalote.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario