Miércoles dos por uno en el cine: filas enormes de gent(uza)e que cree que todo lo barato tiene que consumirse en el acto y que mientras más personas quieran entrar a determinada sala es porque la película es mejor.
Uno piensa que el snobismo de uno lo salva de cierto roce social, pero no en miércoles de ceniza cinéfila... Falta mas de media hora para que empiece la función y un baguette de jamón serrano y queso manchego me guiña el ojo y se agarra el paquete: irresistible. Canceló mi acompañante, así que le pongo harta cebolla y mostaza que mi aliento no tiene porqué ser una preocupación en este momento.
En lo que espero para llegar a taquilla leo entero el cuento de navidad de Paul Auster, una señora me pregunta qué leo (seguro porque leo como haciendo playback) y le digo, mostrándole el libro: cuentos urbanos de autores norteamericanos (lo acabo de catafixiar por la primera temporada de Twin Peaks, pero eso no le importa).
Está a punto de llegar mi turno y una lepa me pide de favor que le compre un boleto para ella y su novio: tomando en cuenta que ella viene acompañada y yo no, por pura justicia mezquina y resentida estoy a punto de negarme, pero veo al novio y digo: pobrecita, seguro quiere ver la de Bullock-Reeves, la única función agotada. Le devuelvo el billete de quinientos y me dirijo a mi sala, que ya tiene varias personas haciendo fila en la puerta... filas y filas a puertas que bien pudieran ser el purgatorio de los fashion victims.
Enseguida de mi, se sienta un grupo de gordas que pareciera metieron de contrabando el refrigerador de su casa y nadie se dio cuenta ni por el olor. Por suerte llega una amiga y se sienta conmigo, así que tengo con quien quejarme (la queja se ha convertido en mi deporte favorito). Vemos -entre zumbidos de celulares y cuchicheo de la gente que confunde los lugares públicos con la sala de su casa- Shopgirl, la historia de una vendedora de guantes que vive su propia versión de Pretty Woman, sólo que con más talento que los fellatios prometidos por una boca kilométrica. Además, Meredith toma anti-depresivos para superar -asumo yo- su pésimo gusto para vestir, que parece ser el traje típico del estado de Vermont. De pronto, esta guantera parece una versión más melancólica, menos oligofrénica y más selfcentered de Amélie, salvo que es evidente que aquí de lo que se trata es de la idea que un hombre rico de mediana edad (Steve Martin, escritor y protagonista) tiene de una jovencita apocada a quien idealiza por su sensibilidad e integridad emocional que, sin embargo, no puede amar porque nunca será good enough para su estándar clasista y vacuo.
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