La primera vez que oí hablar de Nortec, la explosión rave estaba en su apogeo o segundo aire tijuanense, pasando del underground prefabricado al mainstream cool extendiéndose luego al nivel nacional e internacional ya conocido.
Como en todo, desde un principio hubo detractores y fanáticos y, aunque no dejaba de tener un tufillo sobrevalorado, reconozco que los primero parties fueron apoteósicos (además de que no ser visto en ellos era equivalente casi a no existir socialmente).
Acostumbrado a la reserva y el escepticismo, disfruté como enano esas fiestas interminables en Rosarito Beach, cuyo último invitado era el solazo encandilándole a uno el sueño después de bailar muchas horas continuas.
También aprecié gustoso aquellos galerones del Jai-Alai, la pista de baile enorme, las siluetas danzantes cortando armónicamente el espectáculo visual que empataba el sistema productivo de la maquila con los loops de la música electrónica y el conjunto norteño. El arte urbano creyéndose artesanía posmo, la ironía gráfica decorando las secciones del laberinto conceptual que utilizaba el tianguis como modelo curatorial (las camisetas ad hoc y los accesorios a la venta en la entrada para “pertenecer” al fenómeno tijuanense más destacado en mucho tiempo).
La historia no me la sé completa y se que continúa, ni sé quienes siguen siendo parte del colectivo pero tengo la certeza que la plataforma de Nortec ha servido para impulsar otros proyectos sin necesariamente renunciar al original y, tal vez, en un inicio involuntario: crear una identidad musical regional capaz de exportarse y ser apreciada por la mayor cantidad de gente posible, gracias a ese fenómeno tan satanizado como imparable llamado globalización.
Nortec, sin embargo, para mi es el pasado. Una marca que mientras más gente reconoce, más se desgasta el vaquerito con pistolas de serigrafía que ilustra mi camiseta gris que aún conservo (y aún me queda, gracias).
Bailar a Bostich (emblemático DJ norteco) este sábado fue revivir ese pasado acorralado entre sillas de metal y una falta absoluta de sentido ya no digamos estético, sino logístico. Un antro que no es capaz de renunciar a su dinámica de karaoke con pretensiones para presentar una propuesta musical novedosa al menos en esta ciudad, alargando la espera para estimular evidentemente el consumo sin siquiera ofrecer un preámbulo congruente (un ¿DJ? malísimo rompiendo con el mood punk-fresa de Cosmopolitan), sólo reafirma esa necia y provinciana actitud empresarial sonorense que mantiene inexplicablemente a la trova como propuesta identitaria del giro nocturno.
No hay nostalgia trasnochada en mi reclamo, sólo la inquietud legítima de un consumidor que no quiere que le patrocinen deja-vus, sino que por lo menos no insulten su inteligencia.
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