Mis fines de semana son cortos.
Debo distribuirlos de la mejor manera, departir con los viejos y con los nuevos, desvelarme por pura solidaridad, contar intimidades como quien intercambia cartitas para una planilla infantiloide (ésta la tengo, ésta no), cenar con nuevas amistades, tomar martinis sucios con la mejor escenografía posible, bares con baños ecológicos que te dan la sensación de estarte lavando las manos con la misma agua donde orinaste, el entusiasmo de los bartenders, el arte rodeándolo a uno sin que uno le preste mayor atención.
Luego los antros más tópicos, el espejo pseudo barroco, los angelitos negros sosteniendo una vela que apenas ilumina (una alegoría racista acaso), paredes rojas y sonrisas de postín. Uno nunca termina de conocer a la gente hasta que la ve borracha y eso puede ser tan conmovedor como terrible.
Unas horas después bicicleteando en CU, deshidratándome, escuchando historias familiars que en nada se parecen a la mía, tirado en el césped, asoleándome como no debería hacerlo, comiendo como tampoco y viendo azorado cómo -frente a mi asiento- alguien come enfrijoladas acompañadas de pan (ahora entiendo las tortas de tamal).
Luego siesta, lectura de El País e intento fallido de recuperar el sumplemento semanal que quedó atrapado en el departamento de enseguida. Ni modo, la frivolidad puede esperar, me quedo con las historias de abortos desesperados, lagunas legislativas, elecciones demócratas, fraudes financieros, el diario de Dostoievski que quisiera tener, la biografía de Lispector que quisiera comprar, las películas que me gustaría ver.
Todo de pronto se ha convertido en un quiero, en un asunto pendiente, en un ya habrá tiempo…
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