Reinaldo Arenas
Mucho antes de que la Tétrica Mofeta fuera a parar a la prisión del castillo El Morro, fue recogida en La Habana, creo que en la esquina de Coppelia o en la cafetería del Capri o en la playa de la Concha. Junto con siete u ocho mil pájaras más -no recuerdo, pues yo era muy niña-, fue internada en un campo de concentración en Camagüey. Allí pasó tres años arrancando yerba con la mano. Allí fue donde realmente adquirió aquel aire tétrico y huraño. Una vez, algo le conmovió profundamente: una loca salió corriendo del campamento y en fuga desesperada se lanzó contra la cerca electrificada, achicharándose. La Tétrica Mofeta, sabiendo que para el mundo ni ella ni los miles de pájaros confinados contaban para nada -el mundo entonces entonaba loas a la revolución socialista y al hombre nuevo como ahora se las entona al chamán de Uganda-, se olvidó de sí misma, de sus propios deseos sexuales, siguió escribiendo cada vez que podía y arrancando yerba con la mano. Una día una loca que apreciaba a distancia a la Tétrica Mofeta se le acercó y en medio de un gran yerbazal que tenía que arrancar le comunicó la siguiente noticia: "El hombre acaba de llegar a la Luna". La Tétrica no dijo nada, se limitó a mirar a las locas desharrapadas que seguían arrancando yerba con la mano y después sus ojos se detuvieron junto a la inmensa alambrada eléctrica. Inmediatamente prosiguió su trabajo. Pero esa noche hubo luna llena. Todos los forzados pudieron ver a la Tétrica Mofeta en el centro de la explanada del campo de trabajo. Allí, sobre una piedra, como poseída por una extraña ceremonia ritual, la Tétrica Mofeta se desgarraba la ropa, se mesaba el cabello, se arañaba la cara. Luego, desnuda y sangrando le hablaba a la Luna.
--¡Dime que no es cierto! ¡Dime que no es cierto! --le gritaba desesperado y suplicante al inmenso satélite bajo el cual saltaba.
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