lunes, marzo 14, 2005

HABÍA una vez...

...un niño tan pero tan insignificante que empezó a cuestionarse seriamente su existencia.
-¿No seré la idea, el sueño o la fantasía de alguien?, se preguntó a sí mismo en su lenguaje de niño solitario, un lenguaje al parecer sólo entendible para sí mismo, pues no había nadie interesado en entender una lógica inútil.
Le tocó ser el de en medio en una familia numerosa.
Los grandes concentrados en su próxima entrada a la madurez y los pequeños aturdidos en recibir las atenciones de los mayores.
No había tiempo para detenerse en el de en medio, el que no protestaba, no reprobaba, no lloraba, no pedía nada.
A mediodía se sentaba en la segunda tanda de comida, después de que los grandes habían arrasado con las mejores porciones, los pierniles y las pechugas de pollo que eran sus favoritas y que muy rara vez alcanzaba a obtener.
Estaba acostumbrado a consumir rápido sus alimentos para desocupar la mesa y dirigirse a la escuela, donde era también ignorado por sus compañeros, inconscientes perpetradores de una tradición que lo hacía blanco de la única conspiración que te tiene en el centro siempre para pasar por encima de ti sin dejar marca.
No me acuerdo el nombre del niño.
Era como si pudieras ver a través de él. Como si encuadraras una escena y hubiera una gota de agua nítida que apenas distorsionaba un poco el panorama sin alterarlo en realidad.
Aprendió a no sacar mejores notas que los demás para no sobresalir, pues eso -tenía esa convicción- significaría levantar la mano a la hora que el filo de un machete emparejara el matorral.
Mientras más crecía, más se preocupaba por pasar desapercibido.
Lo que en un principio era una preocupación se convirtió en su principal arma de sobrevivencia.
A punto de entrar al último grado de primaria se dio cuenta que estaba creciendo más que los demás cuando estando al final de la fila para entrar al salón se dio cuenta que podía mirar las cabezas de sus compañeros sin necesidad de pararse en punta.
Eso lo empezó a preocupar porque eso significaba que tal vez no podía seguir utilizando la ropa que sus hermanos mayores fueran dejando.
También significaba que entre su grupo lo podían reconocer como el más alto y su anonimato peligraría.
El niño ideó una estrategia para seguir pasando desapercibido.
Empezó a vestirse siempre de blanco y dependiendo el escenario en el que tuviera que estar dibujaba en sus ropas el paisaje que tuviera detrás para pasar desapercibido.
Fue como descubrió que sabía dibujar, que el lápiz, el pincel y la acuarela eran sus nuevas armas de camuflaje.
Pintó las ventanas que daban al jardín de su escuela y así pudo sentarse a observar a sus compañeros voltear y admirar el paisaje diario con un nuevo brillo, árboles siempre verdes y cielo siempre azul aunque estuviera nublado.
En las noches pintaba su luna favorita y se sentaba en el balcón de su cuarto a mirar el cielo que era para sí mismo.
Él les daba a sus hermanos su versión de una noche y contemplaba exclusivamente el espectáculo real.
Para mejorar su estrategia empezó a comer a escondidas galletas, dulces, panes y todo lo que podía consumir para lograr engordar y que su lienzo fuera cada vez más grande y poder inventarle un mundo a los demás y conservar uno para sí mismo.
Un día ya no cupo en su casa, ni en su escuela, ni en la iglesia a la que los obligaba a ir su madre todos los domingos.
Todo se hizo pequeño para él.
Se pintó unas alas y voló.
Nadie lo extraña, pero de repente todos sintieron que el cielo se volvió descolorido, los jardines grises, los parques secos y la laguna un cenote oscuro y amenazante.
Al centro del lago casi seco, flotaban 2 pequeñas alas azules que nadie se preguntó cómo llegaron ahí.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

mmm...Presiento que eres un fanS GarcíaMárquesco de closet
J. A.

Manuel dijo...

Pos presientes mal, yo de clóset no tengo nada, ni de garcíamarquezco.
Yo creo que deberías diversificar tus lecturas, o ponerte al día, Jota A.
Si tienes razón te juro que escribiré "Memorias de mis putos tristes" contigo como personaje principal.