Ayer tropezó Fidel. A mi correo, antes de verlo por televisión, me llegó la noticia, con una crónica larga y detallada del líder cubano, mejor conocido como dictador, de cómo había sucedido el incidente.
Preocupado, Fidel explica que nadie tuvo nada que ver en el hecho, sólo su distracción, la fuerza de gravedad y un pequeño escalón. Pide perdón por ese momento desafortunado como si pidiera perdón por no haberse muerto.
No pide perdón por su necedad y su grandielocuencia, ni por sus discursos maratónicos ni su anacronismo heróico, ni sus medidas represivas. Tiene miedo de lo que pueda pasar a esa isla golpeada continuamente, a punto de quebrarse a cada momento, si él les falta. Sin su guía, su palabra, sus discursos y su promesa de un sueño que ha quedado a medias y que se sostiene con alfileres.
Los buitres alzaron la cabeza, ansiosos por el festín que tienen años esperando y en medio de la testarudez y la rapiña los cubanos con un signo de interrogación en la mirada. Los tiburones, los estefan, los del exilio rencoroso, los que ya se habían olvidado, los exiliados en las telenovelas, levantaron sus antenitas y se quedaron esperando La Gran Noticia.
¿Para qué?
¿Para rescatar a quienes han sobrevivido por tanto tiempo el hostigamiento propio y el internacional? ¿Y ofrecerles qué? ¿Un tratado de libre comercio o una franquicia?
Ya sé, podemos ofrecerles una devaluada libertad. La libertad de morir de hambre en el país que cada quien elija.
Qué buena onda somos y malditas sean las buenas intenciones.
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